domingo, 8 de marzo de 2015

La historia de Moro-Blanco (sexta parte)

Unos días después, el emperador le enseña al Barbilampiño unas piedras preciosas, diciendo:
- Sobrino, ¿has visto alguna vez en tu vida gemas tan grandes y hermosas como éstas?
- He visto, tío, muchas piedras preciosas, pero como éstas, la verdad te digo, nunca he visto. ¿Por dónde podrían encontrarse semejantes piedras?
- ¡Por dónde encontrarlas, sobrino! Mira, en el Bosque del Ciervo. Y ese ciervo está todo entero incrustado con piedras preciosas, mucho más grandes y más hermosas que éstas. Primero, dicen que lleva una en la frente, brillando como el sol. Pero nadie se le puede acercar al ciervo, que está hechizado y ninguna clase de arma lo puede atrapar; él, en cambio, a quien ojea, se le acaba la vida. Por eso la gente huye de él como alma que lleva el diablo; y no sólo esto, sino con nada más mirar a alguien, sea hombre o cualquier bestia, queda muerta en el momento. Dicen que multitud de hombres y alimañas yacen sin vida en su bosque por esta causa: se ve que está hechizado, echa mal de ojo, o sabe Belcebú cómo hace por tener tanto peligro. Aún así, sobrino, debes saber que  hay algunos hombres más traviesos que el propio diablo; no se están quietos ni atados; pese a que les haya pasado de cada cosa, todavía tientan por su bosque a ver si lo pueden pillar de alguna forma. Y aquel que tiene mucho valor y aun más suerte, vagando por allí encuentra acaso una piedra caída del ciervo, cuando se sacude, una vez cada siete años, y luego ese hombre hace buen negocio. Me trae la piedra y se la pago más de lo que vale; incluso estoy contento de poder conseguirla. Porque, ves tú, sobrino, piedras como éstas hacen el orgullo de mi imperio, no hay otras más grandes y más hermosas en ningún otro imperio, y por eso se les conoce en el mundo entero. Muchos emperadores y reyes vienen adrede para verlas, y me preguntan de dónde las tengo.
- ¡Por Dios, tío! dijo entonces el Barbilampiño; no te enfades, pero no sé qué estirpe de cobardes tenéis por aquí. Me apuesto lo que quieras que mi criado me traerá la piel de ese ciervo, con cabeza y todo, así incrustadas con piedras preciosas como estén.
Y enseguida llama el Barbilampiño a Moro-Blanco y la dice:
- Vete al Bosque del Ciervo como sepas, y hagas lo que hagas, tráeme sin falta la piel del ciervo, con cabeza y todo, así incrustadas con piedras preciosas como las encuentres. Pero que no te tiente el diablo a mover alguna piedra de su sitio, sobre todo la grande de la frente del ciervo, ¡qué te vas a enterar! ¡Anda, sal deprisa, que no hay tiempo que perder!
Moro-Blanco se da cuenta adónde iban a parar las cosas, que no tenía la cabeza dura; pero no tiene más remedio. Sale abatido, se va de nuevo a las cuadras a ver a su caballo y, atusándole la crin, le dice:
- Mi querido caballito, ¡en gran apuro me metió otra vez el Barbilampiño!... Si salgo con vida de esto, será porque no se me han acabado todavía los días. Pero ¡no sé yo cuánto me durará la suerte!
- No pasa nada, amo, dijo el caballo. Que estés tú sano, que luego las penas vienen solas. No te habrá mandado a desollar la piedra del molino y a traerle la piel al emperador…
- No, mi caballito; otra peor, dijo Moro-Blanco.
- No puede ser, amo; de alguna forma saldremos de esto, dijo el caballo. No tengas miedo, que las artimañas del Barbilampiño me las conozco yo; si quisiera, hace tiempo le hubiera pagado lo merecido, pero todavía lo dejo jinetear su caballo. ¿Qué te piensas? Este mundo también les saca provecho a unos como él, porque hacen que la gente entre en razón… Tendrás que pagar algún pecado ancestral. Como dicen: “Lo que los padres hagan, los hijos pagan”. Vamos, no tardes más; monta a mi lomo y pon tu confianza en Dios, que Su poder es grande; no nos dejará sufrir mucho tiempo. Como quieras: “Cada cual su suerte la lleva escrita en la frente” ¡Qué el Altísimo es grande! Todo esto se acabará algún día…
Entonces Moro-Blanco monta, y el caballo sale a paso, hasta que los pierden de vista. Luego, estirándose y sacudiéndose de una vez con fuerza, muestra de nuevo sus poderes, diciendo:
- Agárrate bien, amo, que vamos a ir:

Hasta el cielo alto,
La bóveda de cobalto,
Sobre los bosques volando,
Cimas de montes cruzando,
Por las nieblas a pasar
Sobre las aguas del mar,
A la reina de las hadas
Maravilla alabada,
De la isla encantada.

Y diciendo esto, en seguida lleva a Moro-Blanco

Hasta el cielo alto,
La bóveda de cobalto;

luego coge camino:

De la nube al sol brillante,
Entre luna y luceros,
Estrellas de diamante.

y baja suave como el viento:

En la isla encantada,
A la reina de las hadas,
Maravilla alabada.

Y cuando el viento amainó, a Santa Dominga llegó. Santa Dominga estaba en su casa y, nada más ver a Moro-Blanco, salió a recibirlo y le dijo con dulzura:
- Eh, Moro-Blanco, ¿verdad que otra vez te hago falta?
- Así es, hermana, respondió Moro-Blanco, ensimismado y con menos color en la cara que un muerto. El Barbilampiño quiere mi cabeza pase lo que pase. Si sólo me moriría ya, por no sufrir más: la muerte es mil veces mejor que una vida así.
- ¡Ay! ¿Pero qué dices, Moro-Blanco?, dijo Santa Dominga; no pensaba yo que fueses tan medroso, pero por lo que veo ¡eres más temeroso que una mujer! ¡Anda, no te pongas como un perro faldero! Quédate en mi casa esta noche y yo te ayudaré. ¡Dios es grande! No siempre será como piense el Barbilampiño. Pero tú aguanta, hijo mío, que mucho tuviste que aguantar y poco te queda. Hasta ahora lo pasaste mal, pero de ahora en adelante igual lo pasarás, hasta que te libres del yugo del Barbilampiño, que te traerá todavía muchos disgustos, mas de todos saldrás sano y salvo, porque la suerte está de tu parte.
- Quizás así sea, hermana, dijo Moro-Blanco, pero demasiadas cosas me vienen encima de una vez.
- Las que Dios quiera, Moro-Blanco, dijo Santa Dominga; así tiene que ser, y no puedes culpar a nadie: porque no es como uno quiere, sino como Dios da. Cuando llegues a ser rico y poderoso, probarás juzgar las cosas con esmero y creerás a los oprimidos y desamparados, porque ahora sabes que es la amargura. Pero hasta entonces, aguanta, Moro-Blanco, que tu paciencia lo vencerá.
Quedándose sin palabras, Moro-Blanco da gracias a Dios, por lo bueno y por lo malo, y a Santa Dominga por su hospitalidad y por la ayuda prometida.
- ¡Mira, ahora estás entrando en razón, hijo mío! Diga lo que diga quien quiera, cuando has de pasar por un apuro, si lo tienes delante, te apresuras a cogerlo, y si lo tienes atrás, te paras y lo esperas. ¿A qué tanta cháchara? así es el mundo y, hagas lo que hagas, así se quedará; no le puedes dar la vuelta, por mucho que te empeñes. Como dicen: “Es ilusión fementida, un mundo a nuestra medida”. Pero dejemos todo esto de lado y, por ahora, veamos que hay que hacer con el ciervo, que el Barbilampiño te estará esperando con impaciencia. ¿Y no es él tu señor? tienes que obedecerlo. Como dicen: “Ata el caballo donde dice el amo”.
Y de repente saca Santa Dominga el yelmo y la espada del Duende-Barbudo-del-Bosque, de donde ella sabía, y dándoselos a Moro-Blanco, le dice:
- Toma éstos, que te harán mucha falta allí donde vamos. Y marchémonos, con la ayuda de Dios, a acabar ya esta labor.
Y al primer gallo sale Santa Dominga con Moro-Blanco y se van al Bosque del Ciervo. Y nada más llegar, cavan un hoyo hondo de la estatura de un hombre, cerca de un hontanar, donde el ciervo venía cada tarde a beber agua, y luego se tumbaba allí mismo y dormía como un bendito hasta el anochecer. Luego, levantándose, se marchaba a lo suyo y ya no volvía al hontanar hasta el día después por la tarde.
- ¡Eh, eh! el hoyo ya está preparado, dijo Santa Dominga. Tú, Moro-Blanco, quédate aquí dentro todo el día, y mira qué has de hacer: ponte el yelmo como se pone, y no sueltes la espada de la mano; y al mediodía, cuando venga el ciervo aquí al hontanar a beber agua, luego a tumbarse y a dormir, con los ojos abiertos, como es su costumbre, en cuanto lo oigas roncar, sal despacito y  arréglatelas para cortarle la cabeza de un solo golpe de espada, luego tírate deprisa al hoyo y quédate allí dentro hasta después del anochecer. Hasta entonces la cabeza del ciervo te llamará por tu nombre, para verte, pero tú no flojees ante su ruego y no saques la cabeza, porque tiene un ojo envenenado y cuando te clava la mirada, se te acabó la vida. Pero, en cuanto se ponga el sol, que sepas que el ciervo ha muerto. Entonces sal sin miedo a desollarlo, la cabeza llévatela entera, tal como está, y luego ven a verme.
Así, Santa Dominga se marcha y vuelve sola a casa. Cuanto a Moro-Blanco, él se queda en el hoyo al asecho. Y sobre el mediodía, mira que escucha Moro-Blanco un mugido ronco: el ciervo venía bramando. Y llegando al hontanar, en seguida empieza a beber sediento del agua fresca; luego brama otro rato y vuelve a beber, y otra vez brama, y bebe otro rato, hasta que no puede más. Después empieza a tirarse polvo por encima de la cabeza, como los toros, y luego, escarbando tres veces en la tierra con la pezuña, se echa abajo en la pradera, allí mismo, rumia lo que rumia, y pronto coge el sueño y empieza a roncar como él mismo.
Moro-Blanco, como lo oye gruñir, sale fuera despacito y de un solo golpe de espada en el medio del cuello le vuela la cabeza a tres pasos del cuerpo; luego Moro-Blanco se tira sin pensar al hoyo, como le había aconsejado Santa Dominga. Entonces la sangre del ciervo empieza a correr a chorros y a esparcirse por todo sitio, dirigiéndose hacia el hoyo y cayéndole encima que casi ahoga a Moro-Blanco. Mientras, la cabeza del ciervo se retorcía con dolor y gritaba desconsolada, diciendo:
- ¡Moro-Blanco, Moro-Blanco! Conozco tu nombre, mas nunca te he visto. Sal un tris a que te vea, ¿digno eres del tesoro que te dejo?, para que pueda morir en paz, querido mío.
Pero Moro-Blanco se quedaba callado y a duras penas podía arrancarse las piernas de la sangre cuajada que casi llenaba el hoyo. En fin, la cabeza del ciervo grita lo que grita, pero Moro-Blanco ni contesta, ni se muestra, y al cabo de un tiempo se hace silencio. Así, después del anochecer, Moro-Blanco sale del hoyo, desuella la piel del ciervo con cuidado, por no mover ninguna piedra de su sitio, luego coge la cabeza así entera, como estaba, y se marcha a ver a Santa Dominga.
- ¡Eh, Moro-Blanco!, dijo Santa Dominga, ¿verdad que otra vez más salimos bien parados?
- Verdad, con la ayuda de Dios de tu Santidad, contestó Moro-Blanco, conseguimos, hermana, cumplir otra vez el deseo del Barbilampiño, ¡ojalá lo perdiera por el camino y volviera a verlo cuando las ranas críen pelo; y ni entonces, que lo aborrezco de muerte!
- Déjalo en manos de Dios, Moro-Blanco, que algún día le dará su merecido; donde las dan las toman, dijo Santa Dominga. Ve y llévale esto, que algún día lo dejará todo atrás.
Moro-Blanco le da entonces las gracias a Santa Dominga, le besa la mano, luego monta en su caballo y saliendo hacia el imperio se marcha a su suerte, que Dios nos haga fuertes, que la historia se enreda y de ella mucho queda… Y por donde pasaba, gente de todos los rincones lo rodeaba: porque la gran piedra de la cabeza del ciervo brillaba que parecía que Moro-Blanco llevase consigo el sol mismo.
Muchos reyes y emperadores salían a esperar a Moro-Blanco, y le ofrecían: uno, dinero todo lo que quisiera, otro, a su hija y la mitad de su imperio; otro a su hija y el imperio entero a cambio de semejantes tesoros. Pero Moro-Blanco huía de ellos como del fuego y, siguiendo su camino, los llevaba a su amo.
Una tarde, como estaba el Barbilampiño con su tío y con sus primas arriba en un mirador, mira por dónde vislumbran de lejos un haz de rayos brillantes, que avanzaba hacia ellos; y cuanto más se les acercaba, más brillaba, que los deslumbraba. Y de repente, todo el mundo empezó a moverse: multitud de gente, presa del desconcierto, corría a ver qué maravilla podía ser ésta. Y luego, ¿quién era? Moro-Blanco que venía al paso del caballo, llevando consigo la piel y la cabeza del ciervo que después entregó en las manos del Barbilampiño.
Viendo esta maravilla, todos se quedaron de piedra y, mirándose los unos a los otros, no sabían que decir. ¡Que de verdad era una cosa asombrosa!
Pero el Barbilampiño, con su habitual astucia, no pierde la calma. Y, tomando la palabra, le dice al emperador:
- Eh, tío, ¿qué me dices ahora? ¿se han cumplido mis palabras?
- ¿Qué te voy a decir, sobrino? respondió el emperador asombrado. Mira, si yo tuviera un criado así de valiente y de fiel como Moro-Blanco, lo pondría a mi mesa, ¡que este hombre vale mucho!
- ¡Qué espere sentado! respondió el Barbilampiño con voz maliciosa. Esto yo no lo haría ni si fuera el doble de lo que es; ¡que no será hermano de mi madre para sentarlo en cabecera de la mesa! Por lo que yo sepa, tío, el criado es criado y el amo es amo; y no hay más. ¡Vaya, vaya! que por su valentía me lo dio mi padre, o si no, por qué me lo hubiera llevado. ¡Ea! ¡No sabéis vosotros que bribón es este Moro-Blanco! Hasta que lo llevé por el buen camino, allí me dejé la piel. Sólo yo puedo con él. Como dicen: “El miedo guarda la viña”. Otro amo en mi lugar no sacaría nada de Moro-Blanco, de aquí al fin del mundo. ¿Por qué eres tan blando, tío? Por lo que veo, les consientes demasiado a tus súbditos. Por eso no te dan los ciervos piedras preciosas y los osos lechugas. A mí ya sé que no me pasa nadie por delante: que si el gato tiene antojos, yo te lo tiro del rabo hasta que coma manzanas de maíllo, que no le queda otra… Si te ayudase Dios a ungirme más pronto en tu lugar, ya verás, querido tío, como cambiará la cara del imperio; no seguirán las cosas así muertas como están. Porque sabes lo que se dice: “¡A tal señor, tal honor!” Habrás sido tú también en tu juventud, no digo. Pero ahora, ya ves. ¡A la vejez, aladares de pez! ¿Cómo no iba a quedarse la casa sin barrer?
En fin, tanto le dio el Barbilampiño a la lengua que mareó al emperador hasta que se olvidó de Moro-Blanco, del ciervo y de todo.

Pero las hijas del emperador miraban al primo… como el perro al gato, y tanto lo querían que no lo podían ver ni pitado: porque les decía el corazón que clase de hombre sin ley era el Barbilampiño. ¿Pero cómo iban ellas a enfrentarse a su padre? El Barbilampiño estaba a sus anchas…Como dicen: “Ni tengo padre, ni madre, ni perro que me ladre”. ¿Qué otra cosa os podría decir?

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