Unos días
después, el emperador le enseña al Barbilampiño unas piedras preciosas,
diciendo:
- Sobrino, ¿has
visto alguna vez en tu vida gemas tan grandes y hermosas como éstas?
- He visto, tío,
muchas piedras preciosas, pero como éstas, la verdad te digo, nunca he visto.
¿Por dónde podrían encontrarse semejantes piedras?
- ¡Por dónde
encontrarlas, sobrino! Mira, en el Bosque del Ciervo. Y ese ciervo está todo
entero incrustado con piedras preciosas, mucho más grandes y más hermosas que
éstas. Primero, dicen que lleva una en la frente, brillando como el sol. Pero
nadie se le puede acercar al ciervo, que está hechizado y ninguna clase de arma
lo puede atrapar; él, en cambio, a quien ojea, se le acaba la vida. Por eso la
gente huye de él como alma que lleva el diablo; y no sólo esto, sino con nada
más mirar a alguien, sea hombre o cualquier bestia, queda muerta en el momento.
Dicen que multitud de hombres y alimañas yacen sin vida en su bosque por esta
causa: se ve que está hechizado, echa mal de ojo, o sabe Belcebú cómo hace por
tener tanto peligro. Aún así, sobrino, debes saber que hay algunos hombres más traviesos que el
propio diablo; no se están quietos ni atados; pese a que les haya pasado de cada
cosa, todavía tientan por su bosque a ver si lo pueden pillar de alguna forma.
Y aquel que tiene mucho valor y aun más suerte, vagando por allí encuentra
acaso una piedra caída del ciervo, cuando se sacude, una vez cada siete años, y
luego ese hombre hace buen negocio. Me trae la piedra y se la pago más de lo
que vale; incluso estoy contento de poder conseguirla. Porque, ves tú, sobrino,
piedras como éstas hacen el orgullo de mi imperio, no hay otras más grandes y
más hermosas en ningún otro imperio, y por eso se les conoce en el mundo
entero. Muchos emperadores y reyes vienen adrede para verlas, y me preguntan de
dónde las tengo.
- ¡Por Dios,
tío! dijo entonces el Barbilampiño; no te enfades, pero no sé qué estirpe de
cobardes tenéis por aquí. Me apuesto lo que quieras que mi criado me traerá la
piel de ese ciervo, con cabeza y todo, así incrustadas con piedras preciosas
como estén.
Y enseguida
llama el Barbilampiño a Moro-Blanco y la dice:
- Vete al Bosque
del Ciervo como sepas, y hagas lo que hagas, tráeme sin falta la piel del
ciervo, con cabeza y todo, así incrustadas con piedras preciosas como las
encuentres. Pero que no te tiente el diablo a mover alguna piedra de su sitio,
sobre todo la grande de la frente del ciervo, ¡qué te vas a enterar! ¡Anda, sal
deprisa, que no hay tiempo que perder!
Moro-Blanco se
da cuenta adónde iban a parar las cosas, que no tenía la cabeza dura; pero no tiene
más remedio. Sale abatido, se va de nuevo a las cuadras a ver a su caballo y,
atusándole la crin, le dice:
- Mi querido
caballito, ¡en gran apuro me metió otra vez el Barbilampiño!... Si salgo con
vida de esto, será porque no se me han acabado todavía los días. Pero ¡no sé yo
cuánto me durará la suerte!
- No pasa nada,
amo, dijo el caballo. Que estés tú sano, que luego las penas vienen solas. No
te habrá mandado a desollar la piedra del molino y a traerle la piel al
emperador…
- No, mi
caballito; otra peor, dijo Moro-Blanco.
- No puede ser,
amo; de alguna forma saldremos de esto, dijo el caballo. No tengas miedo, que
las artimañas del Barbilampiño me las conozco yo; si quisiera, hace tiempo le hubiera
pagado lo merecido, pero todavía lo dejo jinetear su caballo. ¿Qué te piensas? Este
mundo también les saca provecho a unos como él, porque hacen que la gente entre
en razón… Tendrás que pagar algún pecado ancestral. Como dicen: “Lo que los
padres hagan, los hijos pagan”. Vamos, no tardes más; monta a mi lomo y pon tu
confianza en Dios, que Su poder es grande; no nos dejará sufrir mucho tiempo.
Como quieras: “Cada cual su suerte la lleva escrita en la frente” ¡Qué el
Altísimo es grande! Todo esto se acabará algún día…
Entonces
Moro-Blanco monta, y el caballo sale a paso, hasta que los pierden de vista.
Luego, estirándose y sacudiéndose de una vez con fuerza, muestra de nuevo sus
poderes, diciendo:
- Agárrate bien,
amo, que vamos a ir:
Hasta el cielo
alto,
La bóveda de
cobalto,
Sobre los
bosques volando,
Cimas de montes
cruzando,
Por las nieblas
a pasar
Sobre las aguas
del mar,
A la reina de
las hadas
Maravilla alabada,
De la isla
encantada.
Y diciendo esto,
en seguida lleva a Moro-Blanco
Hasta el cielo
alto,
La bóveda de
cobalto;
luego coge
camino:
De la nube al
sol brillante,
Entre luna y
luceros,
Estrellas de
diamante.
y baja suave
como el viento:
En la isla
encantada,
A la reina de
las hadas,
Maravilla
alabada.
Y cuando el viento
amainó, a Santa Dominga llegó. Santa Dominga estaba en su casa y, nada más ver
a Moro-Blanco, salió a recibirlo y le dijo con dulzura:
- Eh,
Moro-Blanco, ¿verdad que otra vez te hago falta?
- Así es,
hermana, respondió Moro-Blanco, ensimismado y con menos color en la cara que un
muerto. El Barbilampiño quiere mi cabeza pase lo que pase. Si sólo me moriría
ya, por no sufrir más: la muerte es mil veces mejor que una vida así.
- ¡Ay! ¿Pero qué
dices, Moro-Blanco?, dijo Santa Dominga; no pensaba yo que fueses tan medroso,
pero por lo que veo ¡eres más temeroso que una mujer! ¡Anda, no te pongas como
un perro faldero! Quédate en mi casa esta noche y yo te ayudaré. ¡Dios es
grande! No siempre será como piense el Barbilampiño. Pero tú aguanta, hijo mío,
que mucho tuviste que aguantar y poco te queda. Hasta ahora lo pasaste mal,
pero de ahora en adelante igual lo pasarás, hasta que te libres del yugo del
Barbilampiño, que te traerá todavía muchos disgustos, mas de todos saldrás sano
y salvo, porque la suerte está de tu parte.
- Quizás así
sea, hermana, dijo Moro-Blanco, pero demasiadas cosas me vienen encima de una
vez.
- Las que Dios
quiera, Moro-Blanco, dijo Santa Dominga; así tiene que ser, y no puedes culpar
a nadie: porque no es como uno quiere, sino como Dios da. Cuando llegues a ser
rico y poderoso, probarás juzgar las cosas con esmero y creerás a los oprimidos
y desamparados, porque ahora sabes que es la amargura. Pero hasta entonces,
aguanta, Moro-Blanco, que tu paciencia lo vencerá.
Quedándose sin
palabras, Moro-Blanco da gracias a Dios, por lo bueno y por lo malo, y a Santa
Dominga por su hospitalidad y por la ayuda prometida.
- ¡Mira, ahora
estás entrando en razón, hijo mío! Diga lo que diga quien quiera, cuando has de
pasar por un apuro, si lo tienes delante, te apresuras a cogerlo, y si lo
tienes atrás, te paras y lo esperas. ¿A qué tanta cháchara? así es el mundo y,
hagas lo que hagas, así se quedará; no le puedes dar la vuelta, por mucho que
te empeñes. Como dicen: “Es ilusión fementida, un mundo a nuestra medida”. Pero
dejemos todo esto de lado y, por ahora, veamos que hay que hacer con el ciervo,
que el Barbilampiño te estará esperando con impaciencia. ¿Y no es él tu señor?
tienes que obedecerlo. Como dicen: “Ata el caballo donde dice el amo”.
Y de repente
saca Santa Dominga el yelmo y la espada del Duende-Barbudo-del-Bosque, de donde
ella sabía, y dándoselos a Moro-Blanco, le dice:
- Toma éstos,
que te harán mucha falta allí donde vamos. Y marchémonos, con la ayuda de Dios,
a acabar ya esta labor.
Y al primer
gallo sale Santa Dominga con Moro-Blanco y se van al Bosque del Ciervo. Y nada
más llegar, cavan un hoyo hondo de la estatura de un hombre, cerca de un
hontanar, donde el ciervo venía cada tarde a beber agua, y luego se tumbaba
allí mismo y dormía como un bendito hasta el anochecer. Luego, levantándose, se
marchaba a lo suyo y ya no volvía al hontanar hasta el día después por la
tarde.
- ¡Eh, eh! el
hoyo ya está preparado, dijo Santa Dominga. Tú, Moro-Blanco, quédate aquí
dentro todo el día, y mira qué has de hacer: ponte el yelmo como se pone, y no
sueltes la espada de la mano; y al mediodía, cuando venga el ciervo aquí al
hontanar a beber agua, luego a tumbarse y a dormir, con los ojos abiertos, como
es su costumbre, en cuanto lo oigas roncar, sal despacito y arréglatelas para cortarle la cabeza de un
solo golpe de espada, luego tírate deprisa al hoyo y quédate allí dentro hasta
después del anochecer. Hasta entonces la cabeza del ciervo te llamará por tu
nombre, para verte, pero tú no flojees ante su ruego y no saques la cabeza,
porque tiene un ojo envenenado y cuando te clava la mirada, se te acabó la vida.
Pero, en cuanto se ponga el sol, que sepas que el ciervo ha muerto. Entonces
sal sin miedo a desollarlo, la cabeza llévatela entera, tal como está, y luego
ven a verme.
Así, Santa
Dominga se marcha y vuelve sola a casa. Cuanto a Moro-Blanco, él se queda en el
hoyo al asecho. Y sobre el mediodía, mira que escucha Moro-Blanco un mugido
ronco: el ciervo venía bramando. Y llegando al hontanar, en seguida empieza a
beber sediento del agua fresca; luego brama otro rato y vuelve a beber, y otra
vez brama, y bebe otro rato, hasta que no puede más. Después empieza a tirarse
polvo por encima de la cabeza, como los toros, y luego, escarbando tres veces
en la tierra con la pezuña, se echa abajo en la pradera, allí mismo, rumia lo
que rumia, y pronto coge el sueño y empieza a roncar como él mismo.
Moro-Blanco,
como lo oye gruñir, sale fuera despacito y de un solo golpe de espada en el
medio del cuello le vuela la cabeza a tres pasos del cuerpo; luego Moro-Blanco
se tira sin pensar al hoyo, como le había aconsejado Santa Dominga. Entonces la
sangre del ciervo empieza a correr a chorros y a esparcirse por todo sitio,
dirigiéndose hacia el hoyo y cayéndole encima que casi ahoga a Moro-Blanco.
Mientras, la cabeza del ciervo se retorcía con dolor y gritaba desconsolada,
diciendo:
- ¡Moro-Blanco,
Moro-Blanco! Conozco tu nombre, mas nunca te he visto. Sal un tris a que te
vea, ¿digno eres del tesoro que te dejo?, para que pueda morir en paz, querido
mío.
Pero Moro-Blanco
se quedaba callado y a duras penas podía arrancarse las piernas de la sangre
cuajada que casi llenaba el hoyo. En fin, la cabeza del ciervo grita lo que
grita, pero Moro-Blanco ni contesta, ni se muestra, y al cabo de un tiempo se
hace silencio. Así, después del anochecer, Moro-Blanco sale del hoyo, desuella
la piel del ciervo con cuidado, por no mover ninguna piedra de su sitio, luego
coge la cabeza así entera, como estaba, y se marcha a ver a Santa Dominga.
- ¡Eh,
Moro-Blanco!, dijo Santa Dominga, ¿verdad que otra vez más salimos bien
parados?
- Verdad, con la
ayuda de Dios de tu Santidad, contestó Moro-Blanco, conseguimos, hermana,
cumplir otra vez el deseo del Barbilampiño, ¡ojalá lo perdiera por el camino y
volviera a verlo cuando las ranas críen pelo; y ni entonces, que lo aborrezco
de muerte!
- Déjalo en
manos de Dios, Moro-Blanco, que algún día le dará su merecido; donde las dan
las toman, dijo Santa Dominga. Ve y llévale esto, que algún día lo dejará todo
atrás.
Moro-Blanco le
da entonces las gracias a Santa Dominga, le besa la mano, luego monta en su
caballo y saliendo hacia el imperio se marcha a su suerte, que Dios nos haga
fuertes, que la historia se enreda y de ella mucho queda… Y por donde pasaba,
gente de todos los rincones lo rodeaba: porque la gran piedra de la cabeza del
ciervo brillaba que parecía que Moro-Blanco llevase consigo el sol mismo.
Muchos reyes y emperadores salían a esperar a Moro-Blanco, y le ofrecían: uno, dinero todo lo
que quisiera, otro, a su hija y la mitad de su imperio; otro a su hija y el
imperio entero a cambio de semejantes tesoros. Pero Moro-Blanco huía de ellos
como del fuego y, siguiendo su camino, los llevaba a su amo.
Una tarde, como
estaba el Barbilampiño con su tío y con sus primas arriba en un mirador, mira por
dónde vislumbran de lejos un haz de rayos brillantes, que avanzaba hacia ellos;
y cuanto más se les acercaba, más brillaba, que los deslumbraba. Y de repente,
todo el mundo empezó a moverse: multitud de gente, presa del desconcierto,
corría a ver qué maravilla podía ser ésta. Y luego, ¿quién era? Moro-Blanco que
venía al paso del caballo, llevando consigo la piel y la cabeza del ciervo que
después entregó en las manos del Barbilampiño.
Viendo esta
maravilla, todos se quedaron de piedra y, mirándose los unos a los otros, no
sabían que decir. ¡Que de verdad era una cosa asombrosa!
Pero el
Barbilampiño, con su habitual astucia, no pierde la calma. Y, tomando la
palabra, le dice al emperador:
- Eh, tío, ¿qué
me dices ahora? ¿se han cumplido mis palabras?
- ¿Qué te voy a
decir, sobrino? respondió el emperador asombrado. Mira, si yo tuviera un criado
así de valiente y de fiel como Moro-Blanco, lo pondría a mi mesa, ¡que este
hombre vale mucho!
- ¡Qué espere
sentado! respondió el Barbilampiño con voz maliciosa. Esto yo no lo haría ni si
fuera el doble de lo que es; ¡que no será hermano de mi madre para sentarlo en
cabecera de la mesa! Por lo que yo sepa, tío, el criado es criado y el amo es
amo; y no hay más. ¡Vaya, vaya! que por su valentía me lo dio mi padre, o si
no, por qué me lo hubiera llevado. ¡Ea! ¡No sabéis vosotros que bribón es este
Moro-Blanco! Hasta que lo llevé por el buen camino, allí me dejé la piel. Sólo
yo puedo con él. Como dicen: “El miedo guarda la viña”. Otro amo en mi lugar no
sacaría nada de Moro-Blanco, de aquí al fin del mundo. ¿Por qué eres tan
blando, tío? Por lo que veo, les consientes demasiado a tus súbditos. Por eso
no te dan los ciervos piedras preciosas y los osos lechugas. A mí ya sé que no
me pasa nadie por delante: que si el gato tiene antojos, yo te lo tiro del rabo
hasta que coma manzanas de maíllo, que no le queda otra… Si te ayudase Dios a
ungirme más pronto en tu lugar, ya verás, querido tío, como cambiará la cara
del imperio; no seguirán las cosas así muertas como están. Porque sabes lo que
se dice: “¡A tal señor, tal honor!” Habrás sido tú también en tu juventud, no
digo. Pero ahora, ya ves. ¡A la vejez, aladares de pez! ¿Cómo no iba a quedarse
la casa sin barrer?
En fin, tanto le
dio el Barbilampiño a la lengua que mareó al emperador hasta que se olvidó de
Moro-Blanco, del ciervo y de todo.
Pero las hijas
del emperador miraban al primo… como el perro al gato, y tanto lo querían que
no lo podían ver ni pitado: porque les decía el corazón que clase de hombre sin
ley era el Barbilampiño. ¿Pero cómo iban ellas a enfrentarse a su padre? El
Barbilampiño estaba a sus anchas…Como dicen: “Ni tengo padre, ni madre, ni
perro que me ladre”. ¿Qué otra cosa os podría decir?
No hay comentarios:
Publicar un comentario