viernes, 20 de marzo de 2015

La historia de Moro-Blanco (décima parte)

- En seguida se os van a traer manjares y bebidas, dijo el emperador, a ver si podéis con todo; que si no sois buenos comedores y bebedores, la liáis conmigo, ¡en serio os lo digo!
- Si no hubiese otro disgusto más que éste, majestad, dijo entonces Hambrón encogido de hambre.
- Y si os diera Dios el buen pensamiento y largueza para traernos cuanta más vianda y bebida, dijo Resecuzo, con la boca echando agua, que al comer y beber no hay nadie que nos gane, sólo a trabajar no nos apresuramos.
A todo esto el emperador no decía nada, y los escuchaba a disgusto, tragando nudos. Pero en sí: “¡Bueno, bueno! Escupid vosotros al cielo, que en cabeza os caerá. Todo se volverá contra vosotros”. Luego los deja allí y entra en casa.
En fin, en poco tiempo les traen 12 carros de pan, 12 vacas asadas y 12 barriles de vino del bueno, del que al beberlo te tambaleas, te brillan los ojos, se te traba la lengua y empiezas a hablar turco sin saber palabra. Hambrón y Resecuzo les dijeron entonces a los demás:
- Comed y bebed vosotros primeros todo lo que podáis, ¡pero que no acabéis con todo si queréis seguir con vida!
Por lo tanto, Moro-Blanco, Friolón, Ojón y Pajar-Ancho-Largo se ponen a comer y a beber lo que quieran. ¿Pero, qué va?, ni se notaba que habían comido y bebido; había allí comida y bebida como para un ejército.
- Anda, apartaos pringados, que no hacéis más que picotear, dijeron entonces Hambrón y Resecuzo quienes estaban esperando con anhelo, muertos de hambre y de sed.
Entonces se pone Hambrón a embucharse por la garganta un carro de pan y una vaca entera de un bocado, y los zampaba y los tragaba como si nada. Cuanto a Resecuzo, abriendo el fondo del barril, ¡glup! lo secaba de un sorbo; y deprisa y corriendo los vació todos, uno a uno, hasta que no quedó ni gota de vino en las duelas.
Después de todo esto, Hambrón empezó a gritar a todo pulmón que se moría de hambre y a tirarles huesos a los criados del emperador allí presentes.
Y Resecuzo gritaba él también que se moría de sed y tiraba listones y fondos de barriles a todas partes, como loco.
Sintiendo el ruido desde sus aposentos, el emperador sale al patio y cuando los ve empieza a tirarse de los pelos de rabia.
- ¡Madre mía! Estos son un castigo de Dios para arruinarme, dijo el emperador en sí, lleno de amargura. Mucho me parece que di con la horma de mi zapato.
En esto, Moro-Blanco da un paso al frente y otra vez se presenta ante el emperador, diciendo:
- ¡Larga vida a vos, majestad! Ahora pienso que me daréis a la doncella, para que os dejemos tranquilos y que nos marchemos, que el sobrino del emperador Verde nos estará esperando con anhelo.
- Ya llegará la hora, caballero, dijo el emperador con la boca chica. Pero antes, tened un poquito de paciencia, que mi hija no es de aquellas que se consiguen así, como sea. Vamos a ver. Es verdad que habéis comido y bebido cada uno como diecisiete. Ahora tendréis que hacer algo de trabajo: mirad, os daré una fanega de semillas de amapola, mezclada con una fanega de arena fina; y hasta mañana por la mañana me tenéis que separar las semillas de un lado, una a una, y la arena de otro lado; no quiero ver ni rastro de semilla entre la arena o de arena entre las semillas de amapola, que rompemos las amistades. Si conseguís llevar a buen cabo este trabajillo, ya hablaremos… Que si no, con las cabezas pagaréis vuestra osadía ante mí y así vuestra desgracia servirá de lección para otros.
Y marchándose el emperador a sus asuntos, los dejó que se las arreglaran como supieran.
Moro-Blanco y los suyos empezaron a encogerse de hombros, sin saber qué hacer.
- ¿Qué, os parece broma? ¿Cómo vamos a perder el tiempo con nimiedades de éstas? ¡Vaya hombre arisco, el emperador Rojo! dijo entonces Ojón. Yo, a decir verdad, distingo muy bien las semillas de amapola entre los granos de arena. Pero haría falta rapidez y boca de hormiga para poder agarrar, elegir y separar unas naderías como éstas, en tan poco tiempo. Bien dijo quien dijo que hay que alejarse del hombre rojo, que tiene al diablo en el cuerpo, ahora me doy cuenta.
Moro-Blanco se acuerda entonces del ala de hormiga, la saca de donde la tenía guardada, golpea el pedernal y le prende fuego con un trozo de yesca. Y al rato, ¡milagro! De pronto empiezan a fluir las hormigas a punta pala, mares y mares de hormigas, algunas por debajo de la tierra, otras por encima y otras volando, que no se acababan. Y en un tris separaron la arena de un lado y las semillas de otro lado; por lo mucho que te esforzaras no podías encontrar ni rastro de amapolas entre la arena, ni grano de arena entre las amapolas. Luego, al amanecer, cuando está el sueño más dulce, que hasta la tierra duerme bajo uno, un mogollón de hormiguitas de las más pequeñas se colaron en el palacio y se pusieron a pinchar al emperador mientras dormía, hasta que lo dejaron frito. El escozor lo despertó antes del alba, y no hubo manera de quedarse en la cama hasta el mediodía, sin molestia ninguna, como tenía por costumbre. Y nada más levantarse, empezó a rebuscar entre las sábanas, a ver que podía ser. Pero no encontró nada de nada, porque las hormigas se habían esfumado; se habían escabullido como si no existieran.
- ¡Hala, mira qué manchas me salieron! Algo tenía que haber, digo yo. Pero, ¿quién sabe?... A lo mejor me falla la vista, o habrá cambiado el tiempo, dijo el emperador; alguna cosa así tiene que ser. Por ahora, vamos a ver si esos pringosos que me están volviendo loco para que les diera a mi hija habrán separado las semillas de amapola de la arena.
Cuando se acerca el emperador y ve lo bien que habían cumplido con su orden, se llena de alegría… Y, como no podía ponerles ninguna traba, se queda pensando.
Entonces Moro-Blanco otra vez da un paso al frente y se presenta ante el emperador diciendo:
- Altísima majestad, ahora pienso que nos daréis a la doncella, para que os dejemos tranquilos y que volvamos a nuestra casa.
- Ya llegará la hora, caballero, dijo el emperador entre dientes, pero hasta entonces os queda todavía trabajo; mirad que tenéis que hacer: mi hija se acostará esta noche donde siempre, y vosotros la habéis de vigilar durante toda la noche. Y si mañana por la mañana sigue allí, quizá te la dé; pero si no, tu castigo será sin par… ¿Me has entendido?
- Alto y claro, majestad, respondió Moro-Blanco, sólo si no habría mucho retraso, porque mi amo me estará esperando y su irá caerá sobre mi cabeza por haber tardado.
- Tu amo es tu amo, y lo que te haga él es cosa suya, dijo el emperador mirándolos de soslayo. Aunque os desollara las cabezas, ¿qué más me da? Pero a mí no me falléis: vigilad a mi hija como a las niñas de vuestros ojos, si os gusta la vida; que si no, por lo astutos que seáis, acabaréis mal parados.
Después de todo esto, el rey los deja confundidos y se marcha a lo suyo.
- Aquí debe haber gato encerrado, dijo Friolón, meneando la cabeza.
- Y de los grandes, terror de la noche y flecha que vuela del día, respondió Ojón. Pero no podrá él campar a sus anchas, digo yo.
Por fin, en cuatro palabras, cae la noche, la doncella se acuesta y Moro-Blanco monta guardia en su misma puerta, mientras los demás se colocan en fila, uno a uno, hasta la entrada, según les había ordenado.

Sobre la medianoche, la hija del emperador se transforma en pájaro y pasa desapercibida de los cinco primeros. Pero llegando donde hacía guardia Ojón, éste, el pobre, la descubre y avisa a Pajar-Ancho, diciendo:
- ¡Ey!, la hijita del rey nos la jugó. ¡Vaya demonio de niña! Se transformó en pájaro, voló como una flecha por delante de los otros y ellos ni se enteraron. Luego, ¿qué? Confía en ellos si quieres quedarte sin cabeza. De ahora en adelante, nadie más que nosotros dos la podemos encontrar y volverla a su sitio. Guarda silencio y vamos a por ella. Yo te enseñaré dónde se esconde, y tú atrápala como sólo tú sabes, y tuércele un poquito el cuellecito, para que aprenda a engañar a la gente.
En seguida se marchar tras ella, y no andan mucho cuando Ojón ya dice:
- Mírala, Pajar-Ancho, mira, allá detrás de la tierra, agachada tras la sombra del conejo; ¡agárrala y no la sueltes!
Pajar-Ancho se ensancha todo lo que puede, empieza a tentar entre la maleza y, cuando está a punto de atraparla, ¡fiuuu! hasta la cima de una montaña y se esconde detrás de una roca.
- Mírala allí, en la cima de la montaña, detrás de esa roca, dijo Ojón.
Pajar-Ancho entonces se alza un poco y empieza a hurgar detrás de las rocas; mas cuando está a punto de atraparla, ¡fiuuu! otra vez y se esconde justo detrás de la luna.
- Mírala, Pajar-Ancho, mira allá, detrás de la luna, dijo Ojón; ojalá pudiera agarrarla yo para darle un repaso.
Entonces Pajar-Ancho se estira lo que puede y se alza hasta la luna. Luego, rodeando la luna con los brazos, atina el pajarillo, lo agarra por la cola y casi le tuerce el cuello. Éste se transforma entonces en doncella y grita asustada:
- ¡Perdóname la vida, Pajar-Ancho, que te otorgaré honores y regalos reales, para que puedas disfrutar!
- A punto estuviste de otorgarnos honores y regalos reales, si no te viera yo cuando te largaste, ¡bruja que eres! dijo Ojón. Ya sé que nos pegamos buena paliza buscándote. Anda, mejor vete a la cama, que está rompiendo el alba. Y luego, sea lo que Dios quiera.
La cogen cada uno de un brazo y ¡tac-tac, tac-tac! al amanecer llegan al palacio y, colándose con ella entre los guardianes, la obligan a volver en su alcoba por donde había salido.
- Eh, Moro-Blanco, dijo entonces Ojón, si no fuera por mí y por Pajar-Ancho, ¿qué hubierais hecho? Ya ves como cada hombre tiene sus dones y sus borrones, pero cuando sobran los dones, no se notan los borrones. Mal ibais acabando sin nosotros vigilando. ¡Y con vuestras custodias, aquí se nos acababan los días!
Moro-Blanco y los demás, sin poder decir nada, agachan la cabeza avergonzados y les agradecen a Pajar-Ancho y al valiente Ojón por su cuidado.
En esto, mira que viene el emperador rugiendo como un león, a comprobar qué tal está su hija, y cuando la encuentra bien vigilada, no como pensaba él, le brillaban los ojos de rabia, pero no pudo hacer nada.
Entonces Moro-Blanco se presenta otra vez ante el emperador, diciendo:
- Altísima majestad, pienso que ahora ya me daréis a la doncella, para que os dejemos tranquilos y que nos marchemos a lo nuestro.
- Bueno, caballero, dijo el emperador malhumorado; ya llegará la hora. Pero yo tengo otra hija, prohijada, de la misma edad que mi hija; y no hay diferencia ninguna entre ellas, ni de belleza, ni de estatura, ni de porte. Ven, y si reconocerás a la mía de verdad, llévatela y marchaos de mi casa, que me tenéis frito desde que llegasteis. Venga, que me voy a prepararlas, dijo el emperador. Tú sígueme, y si la adivinas, bien por ti. Pero si no, ¡coged vuestros hatos y largaos de mi casa, que no os puedo ver!
Se fue el emperador y pidió que peinaran y vistieran igual a las dos doncellas, luego dio orden a Moro-Blanco que viniera a adivinar cuál era su verdadera hija.
Moro-Blanco, viéndose en apuro, no sabía qué hacer y cómo arreglárselas por no equivocarse justo ahora, al final. Y parándose a pensar, confundido ante semejante lío, se acuerda del ala de abeja, la saca de donde la tenía guardada, golpea el pedernal y le prende fuego con un trozo de yesca. Y mira que en un tris le aparece delante la reina de las abejas.
- ¿En qué puedo ayudarte, Moro-Blanco? dijo ella, parándose en su hombro. Dime, que estoy lista para servirte.
Entonces Moro-Blanco empieza a contarle todo en detalle y la ruega, en nombre de Dios, que le dé ayuda.
- No tengas miedo, Moro-Blanco, dijo la reina de las abejas; te ayudaré yo a reconocerla entre mil, si hace falta. Venga, entra en casa con coraje, que yo también estaré allí. En cuanto entres, tómate un tiempo a mirar a las doncellas; y a la que veas defendiéndose con el pañuelo, ésa es la hija del emperador.
Moro-Blanco, entonces, entra con la abeja en el hombro a la sala donde estaba el emperador con las doncellas, se queda un rato apartado y empieza a mirarlas a las dos. Y mientras estaba él allí oteando sin moverse, la reina de las abejas vuela y se posa en la mejilla de la hija del emperador. Ella entonces se asusta, empieza a gritar y a defenderse con el pañuelo, como si la atacaran. A Moro-Blanco no le hizo falta más: en seguida se le acerca, la coge de la mano y le dice al emperador:
- Vuestra majestad, ahora pienso que no me pondréis ninguna traba, porque hemos cumplido con todo lo que nos habéis pedido.
- Por mi parte te la puedes llevar ahora mismo, Moro-Blanco, dijo el emperador alterado y amarillo de rabia y de vergüenza; si ella no fue capaz de acabar con vosotros, que seas tú digno de someterla, porque ahora te la doy de todo corazón.
Moro-Blanco le agradece y luego le dice a la doncella:
- Ahora ya nos podemos marchar, que mi amo, su alteza el sobrino del emperador Verde, habrá envejecido esperándome.
- No tengas tanta prisa, valiente, dijo la hija del emperador, y llamando una tórtola le susurró algo al oído y la besó con cariño; no tengas tantas prisas, Moro-Blanco, que te equivocas. Espérate, que yo también he de decirte dos palabras: antes de salir, tu caballo y mi tórtola deben traerme tres tallos de manzano dulce, agua viva y agua muerta de donde se chocan las montañas cabeza con cabeza. ¡Y como vuelva mi tórtola con los tallos y el agua antes que tu caballo, olvídate de mí, que no voy contigo, por nada en el mundo! Pero si tienes suerte y tu caballo vuelve primero con lo que le había pedido, iré contigo donde quieras llevarme; y no hay más.
Y a un tiempo salen la tórtola y el caballo, midiendo sus fuerzas en el vuelo, por arriba o por abajo, según mejor les venía.
Pero la tórtola, siendo más ligera, llega antes; y acechando cuando el sol estaba en el cenit y las montañas descansaban un instante, se desliza más rápida que un rayo, coge tres tallos de manzano dulce, agua viva y agua muerta, y luego como el rayo vuelve. Y llegando al pie de la montaña, le sale delante el caballo, la para y empieza a echarle piropos, diciéndole:
- Tórtola, querida mía, regálame los tres tallos de manzano dulce, el agua viva y el agua muerta, y vuelve tú a coger otros y luego me alcanzas por el camino, porque eres más ágil que yo. Anda, no te lo pienses tanto y dámelos, que es por el bien de mi amo y de tu ama, por mi bien y por el tuyo; y si no me los das, mi amo estará en peligro y nosotros dos mal acabaremos.
La tórtola como que no quería. Pero el caballo no se lo pregunta más veces; se apresura y le quita el agua y los tallos, con permiso, sin permiso, y luego se los lleva corriendo a la hija del emperador y se los entrega delante de Moro-Blanco. Entonces, a Moro-Blanco se le llenó el corazón de alegría.
Viene la tórtola dentro de un rato, pero ¿a qué?
- ¡Ay, taimada que eres! dijo la hija del emperador; pronto me vendiste. Ya que lo hiciste, anda, sal ahora mismo hacia el emperador Verde y avísale que llegaremos pronto.
La tórtola sale sin tardar. Y la hija del emperador se arrodilla delante de su padre y dice:
- ¡Bendíceme, padre, y queda con Dios! Se ve que así estaba escrito y no puedo hacer otra cosa; tengo que marcharme con Moro-Blanco y en paz.
Después de todo esto, coge lo que le hacía falta para el camino, luego monta en otro caballo encantado y espera presta a salir. Y Moro-Blanco, juntando a su gente, monta él también y así salen hacia el imperio, y se marchan a sus suertes, que Dios nos haga fuertes, que la historia se enreda, y de ella mucho queda.
Caminaron y caminaron, día y noche, no sabemos cuánto caminaron; y llegando a un sitio, Friolón, Hambrón y Resecuzo, Pajar-Ancho-Largo y Ojón el encantado, paran todos suspirando, y con gran dolor hablando:
- ¡Ve con Dios, Moro-Blanco! Si fuimos malos, nos perdona, que a veces mala ayuda sirve mejor que ninguna.
Moro-Blanco agradece y se marcha muy contento. La doncella está sonriendo y la luna resplandece. En sus almas aparece… ¿Qué podría ser? ¿Amor? ¡Como sol abrasador que nació de la centella de un ojo encantador!
Y caminan ellos otro rato, y cuanto más caminaban, más aturdido se sentía Moro-Blanco cuando veía a la doncella tan joven, tan bella y tan llena de encanto.
Las lechugas de la Huerta del Oso, la piel y la cabeza del ciervo se las había llevado a su amo sin dudar. Pero a la hija del emperador Rojo no le dejaba el corazón entregársela, que estaba loco por su amor. Ella era flor de rosa en el mes de mayo, bañada en el rocío de la madrugada, acariciada por los primeros rayos del sol, acunada por el soplo del viento y resguardada de la mirada de las mariposas. O, como dirían en mi pueblo, más bella que una estrella; su belleza brillaba más que el sol. Así que Moro-Blanco se derretía por su amor. Verdad que ella también lo miraba de vez en cuando, y sentía como se movía algo en su corazón… una ternura que no sabría nombrar. Como dice la canción:
¡Déjame y no me dejes!
¡Márchate y no te alejes!
o ¿cómo podría decir por no equivocarme? Sólo sé que caminaban sin siquiera ver el camino, y se les hacía corto el viaje y aún más corto el tiempo; el día les parecía una hora, y la hora, un segundo; como suele pasar cuando viaja una con el amor a su lado.
No sabía el pobre Moro-Blanco lo que le estaba esperando en casa, que de saberlo hubiera perdido las ganas.
Luego, como dice esa canción:
¡Si supiera qué me espera,
Ahora la vuelta diera!
Pero ¿adónde voy yo? Mejor os digo que la tórtola había llegado al emperador Verde y le había avisado que venía Moro-Blanco con la hija del emperador Rojo.
El emperador Verde empezó entonces los preparativos, como para la hija de un emperador, y dio orden que salieran a recibirlos. Mientras, al Barbilampiño le rechinaban los dientes y sólo pensaba en la venganza.
En fin, a largo tiempo Moro-Blanco y la hija del emperador llegan al palacio.
Y cuando llegan les salen delante el emperador Verde, sus hijas, el Barbilampiño y toda la corte a recibirlos. Y cuando ve el Barbilampiño lo hermosa que es la hija del emperador Rojo, se apresura a bajarla del caballo. Pero la doncella le planta la mano en el pecho, lo empuja a lo lejos y dice:
- ¡Quítate de mi vista, Barbilampiño! Que no estoy aquí por ti, sino por Moro-Blanco, quien es el verdadero sobrino del emperador Verde.
El emperador Verde y sus hijas de quedaron entonces asombrados por lo que oían. Y el Barbilampiño, viendo que se le había descubierto el engaño, arremete contra Moro-Blanco como un perro rabioso y le corta la cabeza de un golpe de alfanje diciendo:
- ¡Toma, esto se merece el que rompe su juramento!
Pero el caballo de Moro-Blanco en seguida se abalanza sobre el Barbilampiño y le dice:
- ¡Hasta aquí, Barbilampiño!
Y lo agarra por la cabeza, vuela con él en lo alto del cielo y luego, soltándolo, se hace el Barbilampiño mil pedazos hasta abajo. En todo este embrollo, la hija del emperador Rojo pone deprisa la cabeza de Moro-Blanco a su sitio, la rodea tres veces con los tres tallos de manzano dulce, vierte agua muerta para contener la sangre y pegar la piel, luego lo rocía con agua viva y entonces Moro-Blanco al momento resucita y, frotándose los ojo con la mano, dice suspirando:
- ¡Eh, qué sueño más hondo dormí!
- Hubieras dormido tú para rato, Moro-Blanco, si no fuera por mí, dijo la hija del emperador Rojo, besándolo con ternura y devolviéndole el alfanje.
Luego se arrodillan los dos ante el emperador Verde y se juran fieldad el uno al otro, recibiendo de ese su bendición y el imperio entero.
Y después empieza la boda, ¡alabado sea Dios!
Gentes de todas partes a mirar venían,
El sol y la luna del cielo les sonreían.
Y fueron invitadas a la boda: la Reina de las hormigas, la Reina de las abejas y la Reina de las hadas, ¡maravilla alabada de la isla encantada!
Y luego invitaron a reyes, reinas y emperadores, a otra gente honrada, y a un cuentacuentos de los pobrecillos, sin un duro en los bolsillos. ¡Mucha alegría todos ellos sentían, incluso los pobres comían y bebían!

Duró la fiesta años enteros, y dura todavía; quien pasa por allí bebe y come. Mientras que por aquí, en nuestra tierra, quien tiene dinero bebe y come, mas quien no, mira y se aguanta.

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