miércoles, 4 de marzo de 2015

La historia de Moro-Blanco (cuarta parte)

Y andan ellos un día, y andan nueve, y andan cuarenta y nueve, hasta que se les adentra el camino en el bosque y entonces de repente les sale delante un hombre barbilampiño y con osadía le dice al hijo de rey:
- ¡Bienllegada, valiente! ¿No te hace falta un escudero en tu viaje? Por estos sitios es difícil viajar solo, te podría salir delante alguna bestia y acortarte las veredas. Yo conozco bien estos lugares y quizá te haga falta uno como yo más adelante.
- Quizá me haga, o quizá no, dijo el hijo del rey, mirando al Barbilampiño a los ojos de hito en hito, pero por ahora me echaré a suerte, y luego, aguijando al caballo, partió.
Camina él otro rato por el bosque cuando, llegado a una cañada, otra vez le sale delante el Barbilampiño, cambiado de ropa, y le dice con voz aguda y desconocida:
- ¡Buen camino, peregrino!
- Bueno sea tu corazón, como tu catadura, dijo el hijo del rey.
- Mi corazón, que Dios se lo dé a cualquiera, dijo el Barbilampiño suspirando… ¿Mas para qué me sirve? Los hombres buenos no tienen suerte; esto se sabe; no te ofendas, te lo ruego, peregrino, pero ya que salió el tema, te digo como a un hermano, que desde mi temprana edad sirvo a los extraños, y no me arrepentiría si fuese algún holgazán, no dado al trabajo como estoy. Pero así, siempre trabajando y de nada me sirve; que sólo me han salido amos míseros. Y como dicen: al mísero sirves, mísero quedas. Si encontrase un amo a mi gusto, haría todo lo posible por tenerlo contento. ¿No te hace falta un escudero, señor? Por lo que veo, pareces de buen caudal. ¿Por qué tacañeas y no te coges un escudero honesto, que te sirva de ayuda en tu camino? Estos sitios son engañosos; nunca se sabe que te puede ocurrir y, Dios te guarde, a lo mejor no te apañas solo.
- Pues, por ahora, todavía no, dijo el hijo del rey empuñando la maza; me valdré por mí mismo, como pueda, y aguijando otra vez al caballo, se marcha deprisa.
Prosiguiendo él adelante a través de los bosques cerrados, llega a un sitio donde se le corta el camino y se le enredan los senderos, que no sabía ya por dónde coger ni qué senda tomar.
- ¡Vaya, por Dios! ¡mira ahora en qué lío me he metido! Esto es peor que ¡come si traes manduca!, dijo él. Ni aldea, ni pueblo, ni nada. Cuanto más camines, sólo yermos encuentras; como si hubieran perecido los hijos del hombre de la faz de la tierra. Mucho me arrepiento de no haberme llevado conmigo por lo menos al segundo barbilampiño. De haber salido a su madre, ¿qué culpa tiene él? Mi padre así me advirtió, pero a gran estrechez, ¿qué puede hacer uno? como dicen: Mejor poca ayuda que ninguna.
Y errando así de una senda a otra, por un camino desierto le vuelve a salir delante el Barbilampiño, vestido de otra forma y montando un caballo hermoso, y, con voz cambiada, empieza a lamentar la suerte del hijo del rey diciendo:
- ¡Pobre hombre, mal camino has cogido! Se ve que eres forastero y no conoces estos lugares. Tuviste mucha suerte que diste conmigo y no llegaste a bajar ese repecho, que estuvieras perdido. Mira, allí abajo, en aquel cañón, un toro feroz a muchos malaventurados les ha acortado los días. Yo mismo, el otro día, así fuerte como me ves, a duras penas me libré de él, de milagro. Date la vuelta, o, si tienes que seguir a la fuerza, búscate a alguien que te ayude. Yo aun me ofrecería, si fuese de tu agrado.
- Así debería obrar, buen hombre, dio el hijo del rey, pero te diré la verdad que saliéndome de casa, mi padre me aconsejó que me guardase del hombre rojo, mas sobre todo del barbilampiño, todo lo que pueda; que no me mezclara con ellos de ninguna forma; y si no fueras barbilampiño, te recibiría con alegría.
- ¡Eh, eh!, peregrino. Si eso piensas, te romperás los arzones cabalgando sin encontrar un escudero a tu gusto, que por aquí sólo hay barbilampiños. Y luego, a decir verdad, te pregunto: ¿por qué te molestaría tal cosa? Tal vez no sepas lo que dicen: el pelo y la pobreza nadie los echa en falta. Y cuando no hay ojos negros, ¡buenos son los azules! Lo mismo tú: da gracias a Dios por haberme encontrado y cógeme. Luego si llegas a acostumbrarte conmigo, ya sé que no volverás a dejarme, que yo soy así, entiendo servir a mi amo con honradez. Venga, no te lo pienses más, o me da que se nos viene la noche encima. Si por lo menos tuvieras un buen caballo, vale que valga, pero con este jamelgo, miedo me das.
- Pues bueno, Barbilampiño, no sé cómo hacer, dijo el hijo del rey. Desde mi infancia tengo por costumbre obedecer a mi padre, y si te cojo a ti, me parece algo raro. Pero, visto que me encontré hasta ahora otros dos barbilampiños, y tú tercero, casi se me da por creer que este es el país de los barbilampiños y no tengo más remedio; cueste lo que cueste, tendré que llevarte conmigo, si cercioras de conocer estos lugares.
Y, sin mucha habladuría, cierran el trato y luego se marchan juntos a encontrar una salida, por donde los guiaba el Barbilampiño. Y cuando ya habían recorrido parte del camino, el Barbilampiño finge tener sed y le pide a su amo la bota de agua para beber. El hijo del rey se la da, y el Barbilampiño, nada más tocarla, enseguida la aparta de la boca, con mueca de disgusto, y vierte toda el agua. El hijo del rey dice entonces enfadado:
- Pero, bueno, Barbilampiño, ¿qué te pasa? ¿No ves qué por aquí hay escasez de agua? Y con este bochorno nos moriremos de sed.
- ¡No me lo tomes a mal, amo! El agua estaba podrida y podíamos caer enfermos. En cuanto al agua fresca, ve sin cuidado; dentro de nada llegaremos a un pozo con agua dulce y fría como el hielo. Allí descansaremos un rato, enjuagaré bien la bota y la llenaré de agua fresca, para llevarla de camino, que de aquí en adelante no habrá muchos pozos, y me temo que echaremos en falta el agua.
Y girando por un sendero, siguen adelante un tiempo, hasta llegar a un claro donde se encuentran un pozo con brocal de roble y con la tapa abierta de par en par. El pozo era hondo y no tenía ni garrucha, ni cigüeñal, sino sólo una escalera para bajar hasta el agua.
- ¡Eh, eh! Barbilampiño, ahora se verá lo valiente que eres, dijo el hijo del rey.
"Nadie puede huir de lo que le ha de venir"
Entonces el Barbilampiño sonríe en sí y, bajando por el pozo, llena primero la bota y la cuelga a la cintura. Después, estando allí abajo en la escalera, cerca de la faz del agua, dice:
- ¡Vaya qué fresco se está aquí! “¡Agua fresquita, todo mal te quita!” Me da por quedarme aquí. Dios guarde en su gloria a aquel que hizo el pozo, que menuda hazaña. Con estos calores, ¡mucho vale refrescarse uno!
Se queda allí otro rato, luego sale asuso diciendo:
- Por Dios, amo, no sabes lo ligero que me encuentro; ¡podría volar, de verdad te lo digo! Métete un poco tú mismo y verás cómo te refrescas; así de a gusto te quedarás que te sentirás más ligero que una pluma…
El hijo del rey, ayuno en estas cosas, le hace caso al Barbilampiño y baja al pozo, sin pensar en lo que le podría ocurrir. Y mientras estaba él allí tomando el fresco, el Barbilampiño hace ¡zas! la tapa en la boca del pozo, luego se sube encima y dice con voz pícara:
- ¡Ja! hijo de zorro que eres; nadie puede huir de lo que le ha de venir. ¡Bien que te he agarrado! Ahora dime quién eres, de dónde vienes y adónde vas, que si no, ¡allí se pudrirán tus huesos!
El hijo del rey, ¿qué iba a hacer? Se lo cuenta con detalle, que todo hombre ama su vida por encima de cualquier cosa.
- Vale, esto quería saber de ti, traidor que me fuiste, dice entonces el Barbilampiño: sólo espero que sea verdad, que si te pillo con artimañas, mal de ti. Ahora mismo podría matarte, mas me da lástima tu juventud… Si quieres volver a ver la luz del sol y a pisar la hierba tierna, tendrás que jurar en el filo de tu espada que me obedecerás y me servirás en todo, aunque te pidiera arrojarte al fuego. Y, de hoy en adelante, yo seré el sobrino del emperador en tu lugar, y tú -  mi criado; y me tendrás que servir hasta que mueras y resucites. Y por donde vayas conmigo, a nadie le podrás contar lo que pasó entre nosotros, que si no, te borro de la faz de la tierra. Si te gusta vivir así, por mí vale; pero si no, dímelo ya, para saber qué trato darte…
El hijo del rey, viéndose entre la espada y la pared y sin ningún poder, le jura entonces lealtad y obediencia en todo, dejándose en manos de Dios, que se haga su voluntad. Por lo tanto, el Barbilampiño se apodera de la carta, del dinero y de las armas del hijo de rey y se los guarda; luego lo saca del pozo, le da el alfanje para besarlo prestando juramento, y le dice:
- De hoy en adelante, que sepas que te llamarás Moro-Blanco; este es tu nombre y no otro.

Montan después, cada uno en su caballo, y parten, el Barbilampiño delante como amo, Moro-Blanco detrás como criado, caminando hacia el imperio, y se marchan a sus suertes, que Dios nos haga fuertes, que la historia se enreda, y de ella mucho queda.

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