lunes, 9 de marzo de 2015

La historia de Moro-Blanco (séptima parte)

A unos días de todo esto, el emperador dio un gran banquete en honor a su sobrino, e invitó al banquete a los huéspedes más soberbios: emperadores, reyes, príncipes, capitanes de huestes, alcaides de las ciudades y otros grandes del país.
El día del banquete, las hijas del rey se pusieron a rogar al Barbilampiño por todos los santos que dejara a Moro-Blanco servir en la mesa. Como no las quería agraviar, el Barbilampiño llamó a Moro-Blanco delante de ellas y se lo asintió, pero siempre que, durante el banquete, se quedara detrás de su amo y ni siquiera levantara la mirada a los demás huéspedes, “que si lo pillaré desobedeciendo, allí en el acto le corto la cabeza”.
- Oíste lo que te dije, servo ruin, dijo el Barbilampiño, enseñándole a Moro-Blanco el filo del alfanje en el que éste le había jurado fieldad y sumisión al Barbilampiño al salir del pozo.
- Sí, amo, contestó Moro-Blanco con humildad; estoy aquí para servir a tu alteza.
Las hijas del rey agradecieron al Barbilampiño este poquito.
Ahora, justo en medio del banquete, cuando los huéspedes, de tanto catar el vino, habían empezado a achisparse un poco, mira que se ve un pájaro encantado que toca a la ventana y dice con voz de mujer:
- ¡Coméis, bebéis y os alegráis, pero en la hija del emperador Rojo ni pensáis!
Entonces, de repente, a todos los comensales se les fueron las ganas y empezaron a hablar cada uno lo que sabía y como lo entendía: algunos decían que el emperador Rojo, por su corazón malvado, nunca se hartaba de derramar sangre humana; otros decían que su hija era una bruja terrible, y que ella era la causa de tantos sacrificios; otros reforzaban las palabras de los demás, diciendo que ella misma había venido en forma de pájaro a tocar en la ventana, por no dejar ni aquí a la gente en paz. Otros decían que, sea lo que fuere, ese pájaro no era trigo limpio; y que lo tenía que haber mandado alguien sólo para fisgonear en casas ajenas. Otros, más miedosos, se persignaban, ordenándole que se volviera en contra de quien lo habrá mandado. En fin, unos decían una cosa, otros otra, y muchas se decían sobre la hija del emperador Rojo, pero no se sabía cuántas eran verdades.
Después de escucharlos a todos con gran interés, el Barbilampiño meneó la cabeza y dijo:
- ¡Mal asunto cuando uno tiene que tratar con hombres que temen hasta a sus sombras! Ustedes, honrados huéspedes, se ve que pierden el tiempo, si no entienden de quién es esta obra.
Y entonces el Barbilampiño echa una ojeada a Moro-Blanco y, no sé cómo, lo pilla sonriendo.
- Así… ¿¡siervo ruin que eres!? De modo que tú sabías algo sobre esto y no me lo dijiste. Que me traigas ahora mismo a la hija del emperador Rojo, de donde sepas y como sepas. ¡Anda, vete! Y no me falles, ¡que te borro de la faz de la tierra!
Moro-Blanco entonces, preso de amargura, se fue a las cuadras a ver a su caballo y, atusándole la crin y besándolo, dice:
- Mi querido compañero, ¡en gran apuro me metió otra vez el Barbilampiño! Ahora urdió otra: le tengo que traer a la hija del emperador Rojo de donde yo sepa. Esto es justo como ese dicho: “A la mesa me senté, y aunque no comí, escoté”. Se ve que tengo al huerco en la puerta. ¡Quién sabe qué más me podría pasar! Con el Barbilampiño me las he apañado, mal que bien, hasta ahora. Pero con el hombre rojo, no sé yo, te digo, lo que voy a durar. Y luego, ¡dónde estarán ese emperador Rojo y su hija, de la que dicen que sería una bruja terrible, sólo Pedro Botero lo sabrá! Parece que me persigue el diablo, ¡no acabo de salir de una que caigo en otra! Se ve que me parió mi madre en mala hora, o no sé qué más decir, por no pecar delante del Señor. Entiendo yo muy bien qué tendría que hacer para acabar de una vez con todo esto. Pero me he acostumbrado a arrastrar esta vida miserable. Como dicen: “Que no te dé Dios todo lo que puedas llevar”.
- Amo, dijo entonces el caballo relinchando con afán, ¡no te quejes tanto! Que después de la tormenta vendrá la calma algún día. Si la gente se quitase la vida por cualquier cosa, como piensas tú, no habría más que muertos por todas partes… ¡No estés tan ansioso! ¿Cómo sabes que no se te arreglarán las cosas? El hombre debe luchar lo mejor que pueda contra los reveses de la vida, porque hay un dicho: “Logras en un momento más que en un año entero”. Que con vida y con suerte, a todo le haces frente y sales sano y salvo de todo. Como dice la canción:
Páreme, madre, con suerte
Y me manda a la muerte.
Confía en mí, amo, que sé yo por donde llevarte al emperador Rojo: una vez me llevaron por allí mis pecados, con tu padre en su juventud. Anda, monta en mí y agárrate bien, que ahora mostraré mis poderes desde aquí mismo, a pesar del Barbilampiño, para meterle veneno en el corazón.
Entonces Moro-Blanco monta, y el caballo, relinchando una vez con fuerza, vuela con él:
Hasta el cielo alto,
La bóveda de cobalto;

luego coge camino:

De la nube al sol brillante,
Entre luna y luceros,
Estrellas de diamante.

Y después, al rato, empieza a bajar suave como el viento, y caminando en tierra firme, se marchan a su suerte, que Dios nos haga fuertes, que la historia se enreda, y de ella mucho queda.
Pero vamos a ver ¿qué pasó en el banquete después de la salida de Moro-Blanco?
- ¡Caray! dijo el Barbilampiño en sí, temblando de rabia: no supe yo qué bicho eras, ¡qué hace tiempo te habría mandado al hoyo!... Pero viviendo y no muriendo, ¡te lo pagaré yo, hermano!... Este alfanje te lo hará saber… ¿Eh, ahora lo veis, tío y honrados huéspedes, cómo cría uno cuervos, para que luego le saquen los ojos? Si yo también soy un hijo de diablo, ¡y aun así me engaño Moro-Blanco! Bien dijo quien dijo: “Que donde está más fuerte la muralla, allí lleva el diablo la batalla”.

En fin, el emperador, sus hijas y todos los huéspedes quedaron de piedra, el Barbilampiño, sin dejar de refunfuñar, no sabía cómo esconder su odio, cuanto a Moro-Blanco, pensando en qué más le podría pasar, seguía adelante por sitios deshabitados y difíciles de cruzar.

Y cuando fue a atravesar un puente, mira por dónde una boda de hormigas cruzaba el puente al mismo tiempo. ¿Qué podía hacer Moro-Blanco? Se queda él un rato meditando en sí: “De pasar por encima de ellas, mataría un montón; de vadear, me temo que me ahogaré, con caballo y todo. Pero aun así, es mejor vadear, como Dios quiera, antes que quitar la vida de tantas criaturas inocentes”. Y rezando a Dios, se tira al agua con el caballo, cruza nadando hasta la otra orilla, sin peligro ninguno y luego sigue su camino adelante. Y como iba él caminando, mira que se le aparece una hormiga voladora y le dice:
- Moro-Blanco, porque eres tan bueno y nos perdonaste la vida, mientras cruzábamos el puente, y no nos estropeaste la alegría, yo también quiero hacerte un favor: toma esta ala, y si alguna vez te haré falta, enciende el ala que entonces yo con todo mi pueblo vendremos a ayudarte.
Moro-Blanco, guardando el ala con cuidado, le agradece a la hormiga la ayuda prometida y luego sigue adelante.
Y camina él otro rato, cuando de repente oye un zumbido sordo. Mira a la derecha, no ve nada; mira a la izquierda, nada y menos; mas cuando mira hacia arriba, ¿qué ve? Un enjambre de abejas daba vueltas volando por encima de su cabeza y se movían como locas de un lado para otro, sin tener donde posarse. Viéndolas así, a Moro-Blanco  se le parte el alma de pena y, quitándose el sombrero lo deja abajo en la hierba, boca arriba, y luego se aparta. Entonces, fiesta de abejas; bajan todas y se apiñan en el sombrero. Muy contento con esto, Moro-Blanco busca por todos los lados y no para hasta encontrar un tronco podrido, lo ahueca como puede y le hace piquera; después mete en él unos palitos, lo frota por dentro con albahaca, con mielga, con melisa turca, con hierba gatera y con otras hierbas perfumadas y beneficiosas para las abejas y luego, cargándolo a cuestas, se lo lleva cerca del enjambre, vierte con cuidado las abejas del sombrero al tronco, lo vuelve despacio boca abajo, le echa encima unas hojas de petasita, para que no le entren el sol y la lluvia, y dejándolo allí en el campo, entre flores, prosigue por su camino.
Y como iba él así, contento en su corazón por su obra, mira que le aparece delante la reina de las abejas, diciéndole:
- Moro-Blanco, porque eres tan bueno y te esforzaste en hacernos un hogar, yo también quiero hacerte un favor alguna vez en mi vida: toma esta ala y, cuando te haga falta, enciéndela, y yo enseguida vendré a socorrerte.
Moro-Blanco, cogiendo el ala con alegría, la guarda con cuidado; luego, agradeciéndole a la reina la ayuda prometida, parte, siguiendo su camino adelante.

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