jueves, 5 de marzo de 2015

La historia de Moro-Blanco (quinta parte)

Y caminan, y caminan, larga senda, sin soltar rienda, tierras nueve, nueve mares y otros nueve tablares, hasta que al fin llegan al imperio.
Nada más llegar, el Barbilampiño se presenta delante del emperador con la carta del rey. Y el emperador, al leer la carta, salta de alegría que le vino el sobrino, y en seguida lo da a conocer ante la corte y ante sus hijas, quienes lo reciben con todos los honores propios de un hijo de rey y heredero del emperador.
El Barbilampiño entonces, viendo que los había engañado, llama a Moro-Blanco y le dice con dureza:
- Tú no te muevas de las cuadras y cuida bien de mi caballo, que si paso por allí y no me gusta lo que veo, te arrepentirás. Por ahora, toma un tortazo, para que no se te olvide lo que te dije. ¿Te has enterado?
- Si, amo, dijo Moro-Blanco bajando la mirada.
Luego sale y va a las cuadras. Con esto quiso el Barbilampiño mostrar su poder y hacer que Moro-Blanco le tema aún más.
Las hijas del emperador, que estaban presentes cuando el Barbilampiño abofeteó a Moro-Blanco, sintieron pena por éste y le dijeron al Barbilampiño con ternura:
- Primo, lo que haces no está bien. Si por la voluntad de Dios gobernamos sobre otros, deberíamos mostrarnos misericordiosos con ellos, que los pobres también son nuestros hermanos.
- Eh, queridas primas, dijo el Barbilampiño con su habitual picardía; vosotras todavía no sabéis como van las cosas en este mundo. Si no domásemos a las bestias, hace tiempo nos hubieran degollado. Y debéis saber que muchos de los humanos son bestias que hay que sujetar bien si quieres sacarles algún provecho.
Que luego… ¡al barranco el mundo! Dios nos guarde de los pobres atrevidos. Como dicen:
Deme Dios que ni pensé
Y luego me quejaré.
Entonces las doncellas cambiaron de asunto, pero en su corazón quedó grabada la mala conducta del Barbilampiño, a pesar de ser pariente suyo, porque la bondad y la maldad nunca se aúnan. Como dicen:
Las cepas en el viñedo real
Y los juncos en el pantanal.

Y desde ese día empezaron a hablar entre ellas, que el Barbilampiño no ha salido nada a su estirpe, ni de rostro, ni de bondad; mientras Moro-Blanco, su escudero, tiene un porte más agradable y parece ser mucho más misericordioso. Tal vez les decía el corazón que el Barbilampiño no era su primo, y por eso no lo podían tragar. Tanto llegaron a odiarlo, que si fuese por ellas, hubieran echado al Barbilampiño como a Pedro Botero. Pero no podían hacer nada por no disgustar al emperador.
Ahora, un día, como estaba el Barbilampiño en un banquete con su tío, sus primas y más gente, todos cuantos se encontraban por allí, les sirvieron al final unas lechugas maravillosas. Entonces el emperador le dice al Barbilampiño:
- Sobrino, ¿has comido alguna vez en tu vida lechugas como estas?
- No, tío, justo te iba preguntar de dónde las tienes, ¡qué están muy ricas!... Un carro entero me podría comer y no me cansaría.
- Te cree el tío, sobrino, pero ¡si supieras con cuánta dificultad se consiguen! porque sólo en la Huerta del Oso, si habrás oído hablándose de ella, se encuentran lechugas de estas, y no hay muchos hombres que consigan cogerlas y luego salirse con vida. Entre todos los hombres de mi imperio, un solo guardabosque se atreve a hacerlo. Y aquel, él sabrá cómo se las arregla y me trae, de vez en cuando, unas pocas para probarlas.
El Barbilampiño, pensando librarse de Moro-Blanco como sea, le dice al emperador:
- Por Dios, tío, si no me traerá mi criado lechugas de estas de donde sea, ¡mucho me sorprendería!
- Pero ¿qué hablas, sobrino? dijo el emperador; uno como él, forastero por estos lugares, ¿cómo piensas que podría hacer semejante hazaña? Tal vez quieras acabar con su vida.
- Déjalo, tío, y no te preocupes por él; apuesto que me traerá lechugas como estas, y muchas, que ya me lo conozco yo.
En seguida llama el Barbilampiño a Moro-Blanco y le dice con dureza:
- Ve ahora mismo como puedas y tráeme lechugas de estas de la Huerta del Oso. Anda, sal deprisa y márchate, que no hay tiempo que perder. ¡Y no pienses escaquearte, que ni en agujero de rata te librarás de mí!
Moro-Blanco sale abatido, se va a las cuadras y empieza a atusar a su caballo, diciendo:
- Eh, mi caballito, ¡si supieras en que lío me he metido! ¡Dios bendiga a mi padre, que bien me enseñó! ¿Ves cómo, por haberle faltado, acabé criado de bellaco y ahora, quiera o no, tengo que obedecer, porque está en peligro mi cabeza?
- Amo, dijo entonces el caballo; de ahora en adelante, hagas lo que hagas, lo mismo da: sé un hombre y levanta el ánimo. ¡Monta a mi lomo y vámonos! Sé yo donde llevarte y, ¡alabado sea Dios, nos sacará él de esto!
Moro-Blanco, cogiendo un poco de coraje, monta y se deja en manos del caballo, donde quiera que lo lleve.
Entonces el caballo sale a paso, hasta que los pierden de vista. Luego muestra sus poderes, diciendo:
- Agárrate bien a mí, amo, que volaré suave como el viento, cruzando el firmamento. Grande es Dios y maestro el diablo. ¡Tranquilo! ya le haremos morder el polvo a ese Barbilampiño, a tiempo estamos.
Y en un santiamén se alza el caballo con Moro-Blanco hasta las nubes, luego cogen camino a través de la tierra: sobre los bosques volando, cimas de montes cruzando, y sobre el mar llegando, hasta que bajan despacito sobre un hermoso islote en medio del mar, cerca de una casita aislada, cubierta por una capa de musgo de un palmo de alta, más suave que la seda y más verde que una rana de San Antonio.
Entonces Moro-Blanco desmonta y se queda asombrado cuando ve que lo recibe en el umbral de la puerta la mendiga a la que le había dado un penique antes de salir de casa.
- Eh, Moro-Blanco, ¿verdad que se cumplió mi dicho, que se junta monte con monte, y más aún hombre con hombre? Ahora debes saber que yo soy Santa Dominga y sé que aprieto te llevó hasta mi casa. El Barbilampiño quiere tu cabeza pase lo que pase, y por eso te mandó a traerle lechugas de la Huerta del Oso, pero algún día se le acabará lo bueno… Quédate aquí esta noche y ya veré yo qué habrá que hacer.
Moro-Blanco se queda de buena gana, dándole las gracias a Santa Dominga por su hospitalidad y por el miramiento que le muestra.
- No yo, sino el poder de la caridad y tu buen corazón te ayudan, créeme, Moro-Blanco, dice Santa Dominga y sale dejando que se apacigüe.
Y nada más salir Santa Dominga empieza a caminar descalza por el rocío y coge un regazo de comino campestre al que hierve en un balde de leche dulce y otro de miel, luego coge ese aguamiel  y la lleva deprisa a verterla en el pozo de la Huerta del Oso, pozo que estaba lleno hasta arriba de agua. Y estando allí Santa Dominga otro rato cerca del pozo, mira por dónde viene el oso hecho una furia y gruñendo feroz. Y llegando al pozo, en seguida empieza a beber con anhelo y a chuparse los labios de la dulzura y el saborcillo del agua. Luego para de beber y empieza a gruñir de nuevo; y otra vez bebe un rato, y vuelve a gruñir, hasta que, al poco tiempo, empieza a flaquear y preso del cansancio, cae al suelo y se queda dormido como un tronco.
Entonces Santa Dominga, cuando lo ve así, enseguida se va y, despertando a Moro-Blanco en medio de la noche, le dice:
- Viste deprisa esa piel de oso que tienes de tu padre, coge este camino delante y cuando llegues al cruce darás con la Huerta del Oso. Entonces salta dentro sin tardar y llévate lechugas las que quieras y cuantas quieras, porque al oso lo apañé yo. Pero si acaso ves que se despierta y arremete contra ti, tírale la piel de oso y sal corriendo hacia mí lo más rápido que puedas.
Moro-Blanco hace como le dice Santa Dominga. Y nada más llegar a la Huerta del Oso, empieza a arrancar lechugas a su gusto hasta que junta un haz grande a no poder levantarlo. Y cuando fue a salir con él de la huerta, se despierta el oso y ¡a correr que se acaba el mundo! Viendo Moro-Blanco que la cosa se pone fea, le arroja la piel de oso, luego corre todo lo que puede llevando el haz a cuestas, hacia Santa Dominga y así sale a salvo.
Después, dándole las gracias a Santa Dominga por toda su ayuda, le besa la mano, recoge las lechugas, monta y parte hacia el imperio, marchándose  a su suerte, que Dios nos haga fuertes, que la historia se enreda y de ella mucho queda.
Y deshaciendo el camino andado, llegó al imperio y le entregó las lechugas al Barbilampiño.
El emperador y las doncellas, viendo tal cosa, mucho se sorprendieron.
-Eh, tío, ¿qué me dices ahora?
- ¿Qué te voy a decir, sobrino? Mira, si tuviera yo un criado como éste, en gran honor lo tendría.
- Pues, ¿por qué crees que me lo dio mi padre cuando salí de casa, si no por su virtud? dijo el Barbilampiño; de no ser así no me lo llevaba, sólo para molestarme.


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