martes, 30 de junio de 2015

Recuerdos de la infancia (quinta parte) - la última parte del primer capítulo


¡Y hacía tanto frío esa mañana que se partían los troncos de los arboles! Y subiendo más allá de Vanatori, al cruzar el puente sobre las aguas del río Neamt, el abuelo atrás llevando las riendas y yo delante,  se me deslizaron las botas y me hundí entero en Ozana[1]. ¡Tuve suerte con el abuelo! “Estos borceguíes vuestros no valen para nada” dijo él mientras se apresuraba a sacarme, mojado hasta la piel porque me había entrado agua a chorros por todas partes. Y enseguida me quitó las botas que ya se habían congelado. “¡La albarca es la mejor, la pobre! Te descansa el pie en ella y ni te enteras del frio.” Y mientras hablaba, me envolvió en una manta de lana de Casina, me metió en una alforja del caballo y volvimos a caminar a paso largo hasta Pipirig. Y cuando vio la abuela el estado en el que me encontraba, hecho un ovillo dentro de la alforja como un pobre desdichado, casi se mata llorando. En mi vida he conocido otra mujer como ella, que llore por cualquier cosa: era compasiva de más. Por esta misma razón llevaba toda la vida sin comer carne de vacuno; y cuando iba a la iglesia los días de fiesta, lloraba por todos los muertos del cementerio, parientes o no, por igual. Mas mi abuelo era hombre sensato y seguía con sus quehaceres como siempre, dejando a la abuela a su aire, como mujer débil que era.
- ¡Ay, Dios mío, David, cómo no te puedes estar tranquilo! ¿Por qué sacaste al niño de casa con este tiempo?
- Para que lo preguntes tú, Nastasia, dijo el abuelo mientras sacaba una piel de jabalí de la bodega y se disponía a cortar un par de albarcas para Dumitru y uno para mí; luego las plegó como se hace y les pasó un par de cuerdas negras de crin de caballo por los ojales.
El tercer día después de todo esto nos dieron mudas y dos pares de peales de paño blanco a cada uno, luego nos pusimos las abarcas, besamos la mano de la abuela y salimos por Boboiesti, con el abuelo y ahora también con Dumitru, el hermano más joven de mi madre; y subiendo por la rambla de Halauca llegamos al atardecer en Farcasa donde pasamos la noche, juntos con el padre Dumitru, el párroco del Arroyo Carja, que tenía bajo el cuello un bocio como un botillo de los más grandes y por esta causa croaba como si estuviera tocando una gaita, que no pudimos pegar ojo en toda la noche  por el ruido. No tenía culpa ninguna, el pobre párroco, y como él mismo decía, peor viven los que tienen el bocio en la cabeza que los que lo llevan por fuera…
Por la mañana salimos de Farcasa pasando por Borca hacia el Arroyo Carja y Cotangas, hasta que llegamos a Brosteni. Y el abuelo nos buscó alquiler en casa de una mujer, Irinuca, luego nos llevó a ver al profesor y pasamos por la iglesia a arrodillarnos ante los iconos y al rato nos dejó con Dios y volvió a su casa, mandando de vez en cuando lo que nos hacía falta.
El pueblo de Brosteni era esparcido como casi todos los pueblos de montaña, y los lobos y osos no se acobardaban a dejarse vistos en medio del pueblo, incluso de día; una casa por aquí, bajo este risco, la segunda en la otra orilla del río Bistrita, bajo otro risco, en fin, donde mejor le había venido al hombre levantarla. Irinuca tenía una choza vieja de troncos, con ventanas de un palmo y techumbre de madera, cercada con listones de abeto y colocada justo debajo de la montaña, en la orilla izquierda de Bistrita, cerca del puente. Irinuca era una mujer no muy joven, pero tampoco vieja del todo; tenía marido y una hija malhecha y torpe que daba miedo pasar la noche con ella en la casa. Por suerte desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la noche no se la veía; se iba con su padre al monte a hacer leña y trabajaba toda la semana al igual que un hombre por poco y nada: dos personas con dos bueyes apenas sacaban para comer. Y no era raro que alguno volviera el sábado por la noche con alguna pierna rota o con los bueyes dañados, y esto les servía de paga.
La choza de la orilla izquierda de Bistrita, el marido, la hija, un chivo y dos cabras flacas y sarnosas que se pasaban el día durmiendo bajo el cobertizo eran toda la riqueza de Irinuca. Pero esta también es una riqueza cuando uno tiene salud. ¿Y a mí qué me importa? Mejor vamos a seguir con lo nuestro.
A la mañana siguiente después de que se marchara el abuelo, nosotros fuimos a la escuela; y viendo el profesor que llevábamos pelo largo, pidió a uno de los alumnos que nos lo cortara. Cuando oímos nosotros tal cosa, empezamos a llorar a lágrima viva y a suplicar por todos los santos que no nos afee. ¡Pero qué va! el profesor aguardó a nuestro lado hasta que nos pelaron al rape. Luego nos colocó entre los demás alumnos y nos pidió, entre otras cosas no demasiado difíciles, que nos aprendiéramos de memoria el Ángelus.
Así vivimos hasta mediados de Cuaresma. ¡Nos despertamos una mañana cubiertos enteritos de sarna cabruna de las cabras de Irinuca! ¡Ay, ay! ¿qué había que hacer? El maestro ya no nos admitía en la escuela, Irinuca no podía curarnos, al abuelo no había quien avisarlo, los víveres se nos estaban acabando, ¡ay de nosotros!
No sé cómo pasó que cerca de la Anunciación llega de repente un calor que derrite la nieve; y empiezan a fluir los arroyos, y Bistrita se hincha de orilla a orilla que casi se lleva la casa de Irinuca. Nosotros, aprovechando el calor, nos untábamos con lejía turbia[2], nos salíamos fuera en cueros, esperábamos hasta que se nos secaba la ceniza encima y luego nos tirábamos en Bistrita para lavarnos. Así nos había enseñado una vieja para que se nos curase la sarna. ¡Os podéis imaginar qué supone bañarse uno en Bistrita a la altura de Brosteni, dos veces al día antes de Semana Santa! Pero ningún mal, ni fiebre, ni otra enfermedad, no nos alcanzó, pero tampoco nos libramos de la sarna. Como dicen: “Se te pega como la sarna”.
Un día cuando Irinuca había bajado al pueblo y se le había olvidado volver, como de costumbre, ¡a nosotros qué se nos ocurre! Subimos por la cuesta, más arriba de su casa, cada uno con un palo en la mano, y como los arroyos corrían con fuerza, sobre todo uno de ellos, blanco como la leche, nos empuja el diablo a mover de su sitio una roca que apenas se sujetaba; ¡y empieza la roca a rodar cuesta abaja y a saltar, cada vez más alto que la estatura de un hombre;  traspasa la valla y el cobertizo de las cabras y acaba hundiéndose en Bistrita en un borboteo de aguas! Eso pasó el sábado de Lazaro, sobre mediodía. ¡Ay, ay! ¿qué hacemos ahora? La valla y la casa de la mujer tirados al suelo, una cabra rota en pedazos, no es ninguna tontería. Se nos había olvidado la sarna y todo lo demás por el susto.
- Recoge ahora mismo lo que tengas, antes de que vuelva la vieja, y vamos a escaparnos en balsa donde mi hermano Vasile, en Borca, dijo Dumitru, porque las balsas habían empezado a andar.
Agarramos lo poquito que nos quedaba, nos acercamos corriendo a la balsa y los balseros, hombres de palabra, enseguida zarpan. Qué habrá dicho Irinuca allí atrás, qué no habrá dicho, no lo sé; lo único que sé es que sentimos escalofríos de miedo hasta llegar a Borca, donde de hecho nos quedamos. Y el día después, el Domingo de Ramos, muy de madrugada, salimos de Borca por el Sendero-Viejo, juntos con dos montaraces a caballo, hacia Pipirig. Hacía un buen día ese domingo y los montaraces decían que nunca antes habían visto una primavera tan temprana.
¡Pero yo y Dumitru lo pasamos en grande, recogiendo malvas y violetas del borde del camino, y andábamos retozando y jugueteando como si no fuéramos los mismos sarnosos de Brosteni que tanta alegría habían traído en casa de Irinuca!... Y como andábamos así, sobre el mediodía el buen tiempo se transformó en una ventisca capaz de desarraigar los abetos ¡y más! Se ve que le hermana Dochia no se había quitado todas las pellizas[3]. Empezó a caer una llovizna que pronto se turnó en aguanieve, luego cayó un frío con nieve de verdad que nos bloqueó el camino en un pispás y no sabíamos hacia dónde íbamos. Una nevada y una niebla a ras del suelo que no podías ver ni al hombre que tenías al lado.
- ¿Verdad que se nos ha estropeado el tiempo? dijo uno de los montaraces suspirando. Me extrañaba a mí que el lobo se hubiese comido el invierno tan pronto… El camino lo hemos perdido ya por los Apriscos. De ahora en adelante iremos a ciegas, y dónde nos lleve nuestra suerte, pues allí saldremos.
- Se escucha el canto de un gallo, dijo el otro montaraz. Bajemos por allí y quizá salgamos a algún pueblo.
Seguimos bajando un largo rato y con mucha dificultad, por unos repechos peligrosos, y nos enredamos en unas marañas de abetos, los caballos resbalaban y rodaban, y Dumitru y yo andábamos encogidos y llorábamos apretando los puños de frío; los montaraces no hacían más que resoplar y morderse los labios de frío y agobio; la nieve ya se había amontonado hasta la cintura en algunos sitios y había empezado a anochecer cuando llegamos a un desfiladero entre las montañas donde se oía el sonido de un arroyo que bajaba como nosotros desde la cima hasta el valle, precipitándose y chocando sin querer contra las rocas… Pero él siguió su camino, mientras que nosotros nos paramos a preparar la cena sin comida.
- Ahora, chicos, a planchar la oreja, dijo un montaraz y sacando el pedernal encendió un abeto.
- La suerte la llevas en la frente[4]; ¡alegrémonos! dijo el otro mientras sacaba de las alforjas un pedazo de polenta[5] helada, la calentaba al fuego y nos daba una tajada a cada uno.
¡Y se deslizaba esa polenta por la garganta que parecía untada con mantequilla! Después de apaciguar mal que bien el hambre, nos acurrucamos alrededor del fuego; por arriba la nieve, por abajo lodo; por un lado te asabas, por el otro te helabas, así lo pasamos. Y mientras penábamos así, casi nos pasa otra peor: poco faltó para que nos envolvieran las llamas si no se hubiese dado cuenta uno de los montaraces. Se ve que nos había alcanzado la maldición de Irinuca.
Por fin llegó el alba y, después de lavarnos con nieve y santiguarnos según la costumbre cristiana, seguimos a los montaraces cuesta arriba, por donde habíamos bajado. La nevada había amainado y, con mucho esfuerzo, encontramos el camino; ¡luego paso a paso, al atardecer llegamos a Pipirig en casa del abuelo David! Cuando nos vio la abuela, en seguida echo una lloradera de alegría.
- Mi David intenta enterrarme viva, con sus arrebatos, por lo que veo… ¡Están hechos un cristo, pobres niños! ¡Cómo se los comió la sarna allí entre forasteros, mis pequeñines!
Y después de lamentarse y de llorar como solía hacer, y de cebarnos con los mejores manjares que tenía, la abuela sacó de la bodega una vasija de betún de abedul, nos untó bien por todo el cuerpo de la cabeza a los pies y luego nos acostó al calentito encima del horno[6]. Y siguió untándonos dos-tres veces al día hasta que, el Viernes de Dolores, nos despertamos curados cabales. Pero antes ya llegó desde Brosteni noticia del daño que habíamos hecho, y el abuelo, sin decir palabra, contentó a Irinuca con cuatro reales.
El Sábado Santo me mandó de vuelta a casa de mis padres en Humulesti. Luego el día de Resurrección canté un “Ángelus” en la iglesia que se quedaron todos mirándome boquiabiertos. A mi madre se le saltaban las lágrimas de alegría. Y el padre Ioan me sentó a su mesa, y Smarandita chocó un montón de huevos conmigo[7]. Mi corazón estaba colmado de alegría. Pero las cosas se torcieron en las vísperas, porque todas las chicas del pueblo acudieron a la iglesia, y algunas más traviesas, en cuanto me vieron, ya empezaron a reírse y a gritarme: “¡Al pelón peleón, al pelón peleón le siguen perros montón!”

Bucarest, 1880, septiembre



[1] Ozana es otro nombre del mismo río Neamt.
[2] Se trata de agua en la que se hervían cenizas de madera y que se utilizaba para lavar la ropa.
[3] El autor alude a la leyenda de la hermana Dochia, famoso personaje de la mitología rumana de la que se cuenta que en primavera había subido con sus ovejas a los pastos de la montaña llevando puestas nueve pellizas; como hacía calor, se iba quitando las pellizas una a una hasta que se quedó en camisa – luego una ventisca repentina la congelo y se quedó hecha piedra en la cima de la montaña.
[4] Según las creencias populares rumanas, el destino está escrito en los surcos de la frente y hay cosas que una persona no puede cambiar.
[5] En rumano mamaliga, un tipo de gachas de maíz.
[6] Los hornos de las casas moldavas estaban previstos de una plataforma que en invierno se podía usar como cama.
[7] El Domingo de Resurrección los niños llevan a la iglesia huevos pintados; después de misa chocan un huevo con otro diciendo “¡Cristo ha resucitado!”, a lo que se tiene que responder “¡De verdad ha resucitado!”. El que se queda con el huevo entero gana los huevos que consigue romper.

sábado, 27 de junio de 2015

Recuerdos de la infancia (cuarta parte)

El Museo Ion Creanga en el pueblo de Humulesti


Y así como tengo el honor de contarles a ustedes, muchas querellas hubo entre mis padres por mi culpa hasta que aquel verano llegó, por el mes de agosto, la honrada cólera del ‘48 a Humulesti y empezó a segar a diestro y siniestro, que sólo se oían ayes de todas partes. Mas yo, fisgón como era, ora salía al portillo cuando pasaban con el muerto por delante de nuestra puerta y le tarareaba el acertijo:


Carbonero, ave negro, ¿qué  llevas en la sartén?
Víveres para mis crías en el valle del Edén.
¡Feliz es el oriol encima del saúco
Rezándole al moral, alabando al cuco real!
Ni pa’ mí, ni pa’ ti,
Pa’ el papón del hoyo,
Dale vaca buena y buey de jornal.

Ora lo acompañaba hasta la iglesia y luego volvía a mi casa con el peto relleno de bollos, de manzanas agrias, nueces doradas, algarrobas e higos del árbol del muerto[1], que mis padres se santiguaban cuando me veían con ellos. Para protegerme me mandaron al redil, en la arboleda de Agapia, cerca del puente de Caragita, donde teníamos las ovejas, para que me quedase allí hasta que menguara la plaga. Pero durante la noche me alcanzó la cólera y me azotó y me achucharró dejándome encogido; se me secaba hasta el alma de la sed que tenía, y los pastores y el mayoral ni se enteraron, mas ante mis gritos sólo se volvían para el otro lado y seguían roncando. Y yo me arrastraba como podía hasta el pozo, detrás del redil, y me bebía cada hora una cuba entera de agua o más. Puedo decir que aquella noche al pozo fue mi morada, y no llegué a cerrar los ojos ni aunque fuera un segundo. Sólo al amanecer accedió  Vasile Bordeianu, nuestro zagal, a bajar hasta Humulesti, a dos horas de camino, para avisar a mi padre que subió en carro y me llevó a casa. Y por el camino yo no dejaba de pedirle agua, mas mi padre me daba largas y me engañaba de un pozo a otro hasta que por fin llegamos a Humulesti. Y vi con asombro que los curanderos del pueblo, el hermano Vasile Tandura y otro, ya no recuerdo quien, estaban en nuestra casa y freían sobre el fuego en un caldero restos de panales con sebo; y después de frotarme bien con vinagre de esmirnio, lo recuerdo como si fuese ayer, extendieron los panales calentitos sobre una tela y me envolvieron entero en ella, como a un crío; y no sé cuánto tiempo habrá pasado antes de que me durmiera como un tronco y no me desperté hasta el día después, a media mañana, más sano que nunca; ¡Dios tenga en su gloria al hermano Tandura y a su compañero! Y luego, como dicen: “Hierba mala nunca muere de la noche a la mañana”. Antes del amanecer había recorrido ya el pueblo entero, y había pasado incluso por el río con mi amigo Chiriac el de Goian, un haragán y un holgazán igual que yo. Pero mi padre no me dijo nada ese día y me dejo en paz durante un buen tiempo.


Durante el invierno mi madre volvió a agobiar a mi padre para que me mandara a estudiar en algún sitio. Pero mi padre decía que no tenía dinero para gastarse en mí.
- Al maestro Vasile el de la Vasilica sólo le pagábamos un centavo al mes, pero el agarrado de Simeon Fosa, el maestro de Tutuieni, pide tres duros al mes sólo por hablar más en refranes que otros y por tragar tabaco todo el día; ¿Qué te parece? ¡No vale este chico ni con toda su ropa los duros que me he gastado con él hasta ahora!
Cuando oyó mi madre una como esta, se puso hecha una furia:
- ¡Pobre hombre! ¿Cómo me vas a entender si tú no sabes ni leer? ¿Cuándo te tiras los duros por la garganta por qué no te quejas tanto? ¿O no es cierto que Petrea el de la Tudosica, el posadero, te desplumó de novecientos lei[2]? Y Vasile Roibu de Bejeni de otros tantos, y alguno más. ¿Para Rusca la de Valica y Mariuca la de Onofreiu tienes cada vez? ¡Que me he enterado, no creas tú que Smaranda[3] duerme, ojalá durmieras el sueño eterno! ¿Y a tu hijo no tienes para darle? ¡Pobre hombre! ¡Al fondo del infierno te irás y no habrá quien te sacara si no te esfuerzas para que tu hijo llegue a cura! De la confesión huyes como belcebú del incienso. Por la iglesia pasas sólo en Semana Santa. ¿Así cuidas de tu alma?
- Cállate ya, mujer, que la iglesia está en el corazón del hombre, y cuando me muera en la iglesia me quedaré para siempre, dijo mi padre; no montes tanto escándalo, como el fariseo engañoso. Mejor cállate la boca y di como el recaudador de impuestos: ¡Oh Dios, ten compasión de mí, pecadora, que le estoy comiendo la cabeza a mi marido para nada!
Imagen actual del pueblo de Pipirig
En fin, regatearon lo que regatearon mis padres, pero al final fue mi madre quien tuvo las de ganar; porque un domingo, dos semanas antes de Navidad, llegó a casa el padre de mi madre, mi abuelo David Creanga de Pipirig, y cuando vio cómo se peleaban mis padres por mi culpa, dijo:
- No os preocupéis más, Stefan y Smaranduca, por tan poca cosa; hoy es domingo, mañana lunes y día de mercado, pero el martes, si llegamos sanos, cojo a mi nieto y me lo llevo a Brosteni, junto con mi Dumitru[4], al profesor Nicolai Nanu de la escuela de don Balos, y vais a ver luego lo que saca del niño; porque yo me he quedado muy contento con lo que han aprendido allí mis otros dos hijos, Vasile y Gheorghe. En los más de veinte años que llevo la alcaldía de Pipirig, muy mal me he apañado con la tarja[5]. De poco me sirve saber leer cualquier libro de la iglesia… es duro sin saber escribir aunque sólo fuera un poco. Pero desde que volvieron mis hijos de la escuela, me llevan las cuentas a raja tabla y yo vivo como Dios; ahora sí que podría llevar la alcaldía de por vida, sin notarlo apenas. ¡Por Dios lo digo, don Alecu Balos hizo un gran favor con esa escuela suya, para quien quiera entenderlo! ¡Y, Dios mío, qué profesor más sabio y entendido se ha encontrado! ¡Dichosos los padres que lo han engendrado, que es hombre de gran alma, nada que reprocharle! Y sobre todo para nosotros, los campesinos montaraces, es una gran ayuda. Cuando yo vine con mi padre y con mis hermanos, Petrea y Vasile y Nica, desde Ardeal[6] a Pipirig, no había en Moldavia escuelas como la de Balos. Quiza sólo en Iasi[7] haya habido alguna, o al monasterio de Neamt, en los tiempos del mitrado  Iacob, el que nos era pariente lejano, por Ciubuc el Campanero del Monasterio Neamt, el abuelo de tu madre, Smaranda, cuyo nombre sigue grabado hasta el día de hoy en la campana de la iglesia de Pipirig. Ciubuc el Campanero había aprendido a leer un poco en Ardeal, como yo; luego salió de allí, igual que nosotros, y se cobijó aquí con sus animales, como el hermano Dediu de Vanatori si otros pastores, más que nada por culpa del papismo, por lo que sé. Y tanto caudal tenía que se llenaron los montes: la Halauca, la Piedra del Conejo, el Barnar, el Cotnarel y las Boampe, hasta el otro lado de Patru Voda, de sus rebaños de ovejas y de reses. Luego dicen que Ciubuc era varón de Dios; cualquier huésped que se alojara en su quintería estaba recibido con los brazos abiertos y atendido lo mejor posible. Se había extendido la fama de su bondad y de sus riquezas por todas partes. Dicen que el rey mismo se habría hospedado una vez en casa de Ciubuc, y preguntándole el rey con quién cuidaba tal cantidad de reses, él le habría contestado: “Con los de poca sesera y mucho vigor, majestad”. El rey entonces no pudo contener su asombro y habló: “Mira, éste sí que es un hombre, os lo digo; si hubiese muchos como él en mi reino, ¡poco tendría que temer el país en tiempos de apuro!” Y le dio el rey palmaditas en el hombro y le dijo: “Hermano, que sepas que a partir de hoy eres mi hombre y en la corte tendrás las puertas abiertas cuando quieras.”
Desde entonces le salió a Ciubuc el apodo de hombre del rey, que hasta hoy día un cerro en la parte de Plotun, donde más a menudo moraba Ciubuc, se sigue llamando el Cerro del Hombre.
A ese cerro hemos escapado, Smaranda, con tu madre, contigo y con tu hermano Ioan cuando la revuelta[8], por miedo a una banda de turcos que venían de luchar contra unos voluntarios en Secu y luego se dirigieron hacia Pipirig a saquearlo; y tu hermana Ioana, con las prisas, se nos olvidó en casa, en el portal, dentro de su cunita. Cuando se acordó tu madre de la cría, empezó a arrancarse el pelo y a gemir diciendo: “¡Maldita mi suerte, que a mi niña la habrán acuchillado los turcos!”
Mas yo me subí en la cima de un abeto y nada más ver a los turcos saliendo hacia Plotun, me tiré a pelo sobre un caballo, corrí hasta casa y llegado allí me encontré a la niña sana y salva, pero con la cunita volcada por unos cerdos que estaban ahora gruñendo alrededor de ella y casi la rompen. Y al cabo de la cunita me encontré unas rupias que se ve que los turcos habían dejado sobre la almohada de la niña. Entonces cogí a la niña y, por tanta alegría, ni me acuerdo cómo llegué donde tu madre, en el Cerro del Hombre. Y después de recobrar el aliento, me dije con amargura, como muchos otros antes que yo: los que no tienen hijos no saben lo que es el sufrimiento. ¡Bien piensan algunos de esa forma que no se casan! Uno de estos fue Ciubuc el pastor, quien no tenía ni mujer ni hijos y en su gran devoción se le antojó dejar toda su fortuna en herencia al Monasterio de Neamt y luego tomó el hábito, junto con casi todos sus boyeros, y se pasó el resto de su vida diciendo misas de difuntos. A día de hoy yace en paz bajo los muros del monasterio. ¡Dios lo perdone y le dé descanso en el reino del cielo! ¡Dentro de nada nos iremos allí nosotros mismos! ¿Verdad que no teníais ni idea de todo esto si no os lo contara yo? dijo el abuelo suspirando.
El Monasterio Neamt
- No está mal, querido Stefan, que sepa tu muchacho a leer un poco, no para ser cura por fuerza, como piensa Smaranda, porque el sacerdocio tiene también muchos estorbos, es difícil de llevar. Y es mejor dejarlo si no lo puedes llevar como Dios manda. Pero el libro también trae consuelo. Yo si no supiese leer, hace tiempo que me habría vuelto loco por todo lo que tuve que pasar. Pero abro Las vidas de los santos y veo tantas cosas y digo: “¡Señor, mucha paciencia diste a tus elegidos!” Lo nuestro es pan comido comparado con lo que dicen los libros. Luego, no está bien que se quede uno burro del todo. De los libros puedes recoger mucha sabiduría, a decir verdad, y no te quedas así como así, una vaca que cualquiera puede ordeñar. Veo que el chico tiene buena memoria y, con lo poco que ha estudiado, ya canta y lee bastante bien.
Sobre estas cosas y otras parecidas habló el abuelo David con mi madre y con mi padre casi toda la noche del domingo a lunes y de lunes a martes; porque solía quedarse en nuestra casa cuando venía de Pipirig al mercado para comprar lo que le hacía falta.
Y el martes de madrugada colocó las sillas y las alforjas en los caballos, los ató bien con las riendas: al segundo de la cola del primero, al tercero de la cola del segundo, al cuarto de la cola del tercero, como los atan los montaraces, y dijo:
- Bueno, Stefan y Smaranduca, quedad con Dios, que yo ya me marcho. ¿Ven, nieto, estás listo?
- Listo, abuelo, vámonos, dije mientras peleaba con unas costillas ahumadas y unos chorizos fritos que me había puesto delante mi madre.
Y despidiéndome de mis padres salí con el abuelo hacia Pipirig.



[1] El árbol del muerto (en rumano pomul mortului) consiste en una rama o un arbolito adornado con bollos y frutas que se lleva delante del cortejo fúnebre hasta el cementerio y se clava encima de la tumba, después de haber repartido los bollos y las frutas entre los niños presentes.
[2] Leu con el plural lei es el nombre de la moneda rumana.
[3] Smaranda se llama la madre del protagonista.
[4] El hermano más joven de Smaranda y tío del protagonista.
[5] Tarja (en rumano raboj) era un antiguo sistema de anotación que consistía en hacer muescas o pequeñas hendiduras en trozos de madera como método mnemotécnico.
[6] Región histórica de Rumanía, al oeste de Moldavia, también conocida como Transilvania.
[7] Iasi es la capital histórica de Moldavia.
[8] Se trata de la Revolución de 1821 en contra de la dominación turca.

viernes, 26 de junio de 2015

Recuerdos de la infancia (tercera parte)

Pero las cosas no siempre salen como uno piensa, sino como Dios manda. Un día, el mismo día de San Foca[1], saca el pregonero a las gentes del pueblo para que arreglaran la carretera. Decían que iba a pasar por allí el rey mismo, de camino a los monasterios. ¿Y qué se le ocurre al tío Vasile? Vamos nosotros también, muchachos, a echar una mano, para que no pueda decir el rey cuando pase por aquí que nuestro pueblo es más dejado que otros pueblos. Y cogemos nosotros y saliendo de la escuela nos vamos todos. Había allí algunos que cavaban con piquetas, otros transportaban la tierra en carretillas, en carros o en artesas, en fin, la gente trabajaba de todo corazón. Y el pregonero Nica el de Petrica, junto con el guarda, el alcalde y otros miserables funcionarios paseaban entre las gentes de allí para acá, cuando de repente vemos un montón de hombres caídos unos encima de otros sobre la grava, y uno de ellos estaba rugiendo con fuerza. “¿Qué  habrá allí?” decía la gente mientras corrían cada uno para un lado.
Al tío Vasile lo habían atrapado en el lazo para llevarlo a la hueste, y ahora lo ataban firme y lo esposaban para mandarlo a Peatra[2]… Por eso había sacado el pregonero a los hombres a trabajar. Así, con trampas, se atrapaban por ese entonces los mozos para mandarlos a la hueste… ¡Maldito espectáculo fue ese! Los demás mozos no tardaron en desaparecer, y nosotros, los niños, volvimos llorando a nuestras casas. ¡Maldito sea ese perro pregonero, y como él partió el corazón de una madre, que San Foca que hoy celebramos le parta el corazón a él y a sus compinches! maldecían las mujeres del pueblo, con lágrimas ardientes, por todas partes. ¡Mas la madre del tío Vasile acompañó a su hijo hasta Peatra llorando desconsolada como si hubiera muerto! “Calla, madre, que este mundo es más de los que se ve alrededor, decía el tío Vasile para consolarla; en el ejército todavía vive uno bien si es hombre honrado. Soldado fue San Jorge, y San Demetrio también, y otros santos mártires que han sufrido por el amor de Cristo, ¡ojalá fuéramos nosotros como ellos!”
¡Ay, ay! al tío Vasile lo perdimos; se fue  adonde lo llevó su suerte. Y ahora el padre Ioan andaba con el viento de cara a buscar otro maestro, mas no pudo encontrar otro tío Vasile, bueno, trabajador y vergonzoso como una doncella. También vivía en el pueblo el maestro Iordache, el farfalloso del coro, ¿pero qué va? Se sabía él también de memoria las voces del canto eclesiástico, sin duda, pero tartamudeaba de viejo que era; y encima tenía el don de mamar… Así que la escuela se quedó desierta durante un tiempo, mas algunos de nosotros que íbamos detrás del cura, algo sacábamos: la iglesia despierta al hombre. Los domingos canturreábamos en el coro y ¡toma! un panecillo par cada uno. Luego cuando llegaban las dos vísperas, unos treinta-cuarenta chicos corríamos delante del párroco y abríamos senderos en la nieve de una casa a otra, y de Navidad relinchábamos como potros, luego para el Bautismo gritábamos kirieleisón que se sacudía el pueblo. Y cuando llegaba el cura nos ordenábamos en dos filas para abrirle camino, luego él se atusaba las barbas y le decía orgulloso al anfitrión:
- Estos, hijo mío, son los potrillos del cura. Grandes días como estos, los están esperando con mucha alegría durante todo el año. ¿Les habrás preparado algo de gachas, albóndigas, alguna empanada de requesón y de repollo?
- Preparados están, padre; pase y bendiga nuestra casa y nuestra mesa, y sentaos un rato para que así se nos sienten los pretendientes.
Cuando escuchábamos nosotros hablándose de mesa, arremetíamos contra ella y luego ¡páreme quien pueda! Como dicen: “Al sabor del bollo canto y de las empanadas más”.
¡Qué se le iba a hacer, si sólo hay vísperas dos veces al año! Incluso en un sitio recuerdo que nos apiñamos tanto que tiramos abajo la mesa, con comida y todo, en medio de la casa y el cura se puso rojo de vergüenza. Pero luego fue también él quien dijo bondadoso:
- ¡De donde no hay no se cae, hijos míos, pero un poco de cuidado no viene mal!
Y para las fiestas patronales los festejos duraban una semana entera, que nos faltaba panza donde meter las gachas[3] y los manjares, de lo mucho que había. Luego se juntaban para las fiestas de Humulesti sacristanes, curas y vicarios de todas partes, y todos se iban contentos. Incluso en las casas de la gente se daba de comer a montón de forasteros. Y mi madre, que Dios la tenga en su gloria, mucho se alegraba cuando daba la casualidad que hubiera huéspedes en nuestra casa y podía compartir su pan con ellos:
- Yo no sé si mis hijos darán o no limosna por mi alma cuando me muera, así que mejor la doy yo con mis manos. Porque, sea como fuere, siempre están más cerca los dientes que los parientes. ¡De estas ya se han visto antes!
Y cuando yo estudiaba para la escuela, mi madre estudiaba conmigo en casa y leía ahora el catecismo, los salmos y la Alejandría mejor que yo, y mucho se alegraba cuando me veía con ganas de aprender.
Cuanto a mi padre, a menudo se burlaba diciéndome: “¡Escribiente panza hueca, cuajada en el tintero y en la bolsa un agujero!”, y por su parte podía seguir como mejor estaba: “Nica el de Stefan de Petrea”, hombre honesto y hacendado de Humulesti. Como dicen:
Mejor en tu pueblo capataz
Que lacayo en la ciudad.
Pero mi madre era capaz de ponerse a hilar para que yo pueda seguir estudiando. Y le comía la cabeza a mi padre para que me mandara a la escuela en algún sitio, porque había oído ella diciendo en los Proverbios de la iglesia que el sabio conocedor será y al desconocedor lo tendrá de siervo.
Y aparte de eso, las viejas que arrojan 41 granos al fondo de la criba, y todos los astrólogos y las videntes que había consultado por mí, más todas las mujeres beatas del pueblo le habían metido a mi madre un montón de boberías en la cabeza, una más extraña que otra: que iba yo a vivir entre gente poderosa, que iba a tener mucha suerte, que tenía una voz de ángel, y muchas otras como estas, hasta que mi madre, en su afecto por mí, había llegado a creer que iba a ser yo un segundo Cucuzel[4], joya de la cristiandad, que sacaba lágrimas de cualquier corazón endurecido, juntaba muchedumbres en los bosques salvajes y alegraba a todo ser vivo con su verso.
- Por Dios, mujer. ¡Por Dios, que se te ha ido la cabeza! decía mi padre cuando la veía tan empeñada conmigo. Si fueran a salir todos letrados, como piensas tú, no quedaría nadie para sacarnos las botas. ¿No te has enterado de aquel que se fue ternero a París y volvió becerro? ¿Y Grigore el de Petre Luca de aquí del pueblo a qué escuelas estudió para saber tantos chistes y parabienes de boda? ¿No ves que si no hay sesera, pues no la hay y se acabó?
- Que fuera así o no, decía mi madre, yo quiero tener un hijo cura, ¿a ti qué más te da?
- Cura sin falta, decía mi padre. ¿La habéis oído? No lo ves que es un canijo, desmañado y holgazán sin par. Por la mañana te dejas la piel hasta despertarlo. Nada más despierto, te pide de comer. Y como es pequeño, caza moscas con el catecismo y se pasa el día bañándose en el río en vez de llevar los borregos al pasto y de ayudarme con las labores de la casa, lo que pueda. En invierno, a patinar y al trineo. Tú, con tu escuela, le has enseñado ser vago. Cuando crezca se le empezarán a ir los ojos detrás de las faldas, y con este apaño no me traerá nunca ningún provecho.



[1] El día de San Foca se celebra, según el calendario ortodoxo, el 22 de septiembre.
[2] Se trata de la ciudad de Piatra-Neamt.
[3] La palabra que usa Creanga es coliva, una comida ritual en la Iglesia ortodoxa, hecha de granos de trigo cocidos y mezclados con miel, nueces, uvas pasas u otras frutas secas.
[4] San Juan Cucuzel, celebrado por la Iglesia ortodoxa el 1 de octubre, fue un famoso predicador búlgaro del siglo XII.

jueves, 25 de junio de 2015

Recuerdos de la infancia (segunda parte)


Un día, a poco tiempo de todo esto, por el mes de mayo cerca de Pentecostés, no sé qué diablo empuja al tonto de tío Vasile, que no puedo llamarlo de otra forma, a mandar a uno, Nica el de Costache, que me repase. Nica, chico mayor y avanzado en los estudios mas no sobre medida, estaba enfadado conmigo a causa de Smarandita la hija del cura a la que, sintiéndolo mucho, le había pegado yo un día una buena colleja porque no me dejaba cazar moscas a mis anchas… Y empieza Nica a preguntarme; y me pregunta y me vuelve a preguntar, y lo veo que empieza a apuntar errores a punta pala en una tablilla: uno, dos, tres, hasta a los veintinueve. “¡Buah!!! esto se me va de las manos, pienso yo; no ha acabado todavía de preguntarme, ¡así que los que me quedan!” Y se me empezó a nublar la vista y yo empecé a temblar del cabreo… ¡Eh, te ha tocado! ¿Qué vamos a hacer ahora, Nica[1]?” me pregunté yo. Y estaba mirando por el rabillo del ojo a la puerta de la salvación y me estaba zarandeando mientras esperaba impaciente el regreso de un haragán de compañero, porque teníamos prohibido salir dos a la vez; y se me encogía el corazón viendo que no volvía para librarme de montar en el Bayo y de recibir la bendición de San Nicolás, el hacedor de cardenales. Pero se ve que San Nicolás el de verdad conocía mi tormento, que al rato veo como viene el condenado chico de vuelta a clase. Yo entonces, con permiso o sin permiso, me dirijo hacia la puerta, salgo deprisa y ya no pierdo más tiempo cerca de la escuela, sino que me dirijo a más correr hacia mi casa. Y cuando echo una mirada atrás, dos fortachones ya me estaban persiguiendo; luego echo a correr que se me salía humo de los pies; paso por delante de nuestra casa y no paro, sino que tuerzo a la izquierda y entro en el patio de un vecino nuestro, y del patio a la corraliza, y de la corraliza al huerto de maíz que acababan de cavar por segunda vez, y los chicos pegados a mí; y antes de que me alcanzaran yo, de miedo, quién sabe cómo conseguí enterrarme bajo las raíces de una planta de maíz. Luego Nica el de Costache, mi enemigo, con Toader el de Catinca, otro fortachón, pasaron a mi lado hablando con rabia; se ve que los habrá cegado Dios y no consiguieron agarrarme. Y al rato, cuando ya no se oía ningún crujido de maíz, ninguna gallina escarbando, salté escopetado con la cabeza cubierta de tierra y ¡tira a casa de mi  madre!, y empecé a contarle entre lágrimas que yo ya no volvía a la escuela ni aunque me mataran.
Smarandita, la hija del cura
Pero el día después pasó el cura por casa, se explicó con mi padre, me cogieron por las buenas y me llevaron de vuelta a la escuela. “Que de verdad sería una pena que te quedaras sin gota de estudios, ya que has pasado del silabeo al catecismo y dentro de nada pasarás a los salmos que son la clave de toda sabiduría y luego, nunca se sabe, quizás llegues a cura aquí mismo, en la iglesia de San Nicolás, que yo para vuestro provecho me esfuerzo. Que sólo tengo una hija y ya se verá a quién elegiré de yerno.”
¡Caray!, cuando oigo yo hablándose de cura y más que nada de la hija del cura, dejo tranquilas a las moscas y cambio de ideas y de planes; empiezo a afanarme por escribir, pero también por llevar el incensario en la iglesia o salmodiar, como un chico de verdad. Luego el párroco empieza a tenerme aprecio, y Smarandita, su hija, empieza a echarme ojeadas de vez en cuando, y el tío Vasile me pone a preguntarles a otros, así que ahora habían llegado las aguas a mi molino. Nica el de Costache, el ronco, malhecho y malvado, ya no tenía poder sobre mí.



[1] El protagonista de los Recuerdos se llama Nica, igual que su enemigo. Es un nombre muy común en rumano, diminutivo de Ion o Ioan.

miércoles, 24 de junio de 2015

Recuerdos de la infancia, de Ion Creanga

Recuerdos de la infancia (en rumano Amintiri din copilarie) es uno de los libros más conocidos y más queridos por los lectores rumanos de todas las edades. Traducirlo es una tarea difícil, ya que está escrito en un idioma de siglo XIX, con influencias regionales y muchos arcaísmos, pero me voy a lanzar a la aventura de todas formas. ¡Espero que los hispanohablantes lo disfruten tanto como los rumanos!


Recuerdos de la infancia

Dedicación a la señorita L.M.

Me quedo a veces recordando cómo eran los tiempos y la gente por nuestras tierras cuando empecé a levantarme, ya ves tú, un crío en casa de mis padres, en el pueblo de Humulesti, al otro lado del río Neamt justo enfrente de la ciudad; pueblo grande y alegre, dividido en tres partes que son todas una: el Hogar del pueblo, Deleni y Bejeni.
La casa de Ion Creanga en el pueblo de Humulesti


Pues, en esos tiempos, Humulesti no era así como así, un pueblo de gente sin caudal, sino un antiguo pueblo de campesinos libres, asentado como Dios manda: con hacendados todos uno, con mozos fuertes y muchachas guapas que sabían llevar tanto el baile como la rueca hasta que se llenaba el pueblo entero del ruido de los batanes; con iglesia hermosa y curas y maestros y gentes sin par que hacían el orgullo de su pueblo.
Y el padre Ioan el de la cuesta, ¡qué hombre más trabajador y justo, por Dios! A él se le debían mogollón de árboles del cementerio vallado con cerco de troncos con techumbre de madera, y el barracón duradero que se hizo en la puerta de la iglesia para servir de escuela; que luego tenías que ver cómo el incansable cura recorría el pueblo casa por casa, junto con tío Vasile el de la Ilioaia, maestro y sacristán, un soltero fornido, guapo y forzudo, y aconsejaba a la gente que mandara a sus hijos a estudiar. Y se juntaron multitud de niños y niñas en la escuela, entre los que estaba yo, un niño canijo, miedoso y temeroso hasta de mi propia sombra.
El Caballo Bayo
La primera alumna fue Smarandita misma, la hija del cura[1], un diablillo de inteligencia viva y tan trabajadora que se les adelantaba a casi todos los chicos tanto en  estudiar como en hacer travesuras. Pero el cura pasaba por la escuela casi todos los días y veía cómo iban las cosas… Y un día nos lo encontramos que viene a la escuela y nos trae una silla nueva y alargada, y después de preguntarle al maestro por el comportamiento de cada uno, se paró un rato a pensar, luego le puso a la silla el nombre de “Caballo Bayo” y nos la dejó allí.
Otro día lo vemos otra vez llegando a la escuela, junto con el hermano Fotea, el curtidor, que nos trae como regalo de escuela nueva un látigo de los lindos, hecho de tiras cuidadosamente trenzadas, y el párroco lo bautiza “San Nicolás”, por el patrón de la iglesia de Humulesti…Luego invita al hermano Fotea que, si alguna vez le sobraran tiras buenas, nos hiciera de vez en cuando alguno más, pero un poquito más grueso si podía ser… Tío Vasile sonrió entonces, mas nosotros, los alumnos, nos estábamos mirando con ojos saltones los unos a los otros. Y el párroco sacó ley nueva y dijo que se repasaran todos los sábados los chicos y las chicas, eso era que el maestro preguntara a cada uno lo que había estudiado entre semana; y que se le anotaran con carbón todos los errores en algo, luego al final, que se le diera un azotazo de San Nicolás por cada error. Entonces la hijita del párroco, como era ella alegre y llena de vida, se echó a reír. ¡Fallo suyo, la pobre!
- ¡Ven aquí y monta en el Bayo, señorita! dijo el padre malhumorado, a ver si estrenamos a San Nicolás colgado del gancho.
Contra todas las insistencias del hermano Fotea y del tío Vasile, Smarandita se tragó la zurra, luego se cubrió los ojos con las manos y se quedó llorando como una novia el día de su boda que le brincaba la camisa en la espalda. Nosotros, cuando vimos todo eso, nos quedamos de piedra. Y el cura, más de un día nos vino trayendo panecillos y bollos de la iglesia y nos dio a cada uno, hasta que nos apaciguó, y el trabajo iba como la seda; los chicos cambiaban todos los días la pizarra, y el sábado repaso.
Matando moscas en el cementerio
Claro está que de cuando en cuando nosotros seguíamos haciendo de las nuestras; porque del palo donde estaba colgada la hoja con la cruz y de las letras escritas por el tío Vasile para cada uno de nosotros pasamos al librillo, y del librillo al catecismo, y luego ¡a vivir la vida! En ausencia del párroco y del maestro entrábamos en el cementerio, sujetábamos el catecismo abierto y, como las hojas estaban algo grasientas, atraían las mosca y los moscardones y cuando volvíamos a cerrar el catecismo nos llevábamos para adelante diez o veinte almas de golpe; ¡hacíamos estragos entre las moscas! Un día no sé por qué se le antojó al cura mirar nuestros catecismos y, cuando los vio ensangrentados como estaban se llevó las manos a la cabeza de enojo. Y cuando se entera de las razones empieza a invitarnos uno a uno al Bayo y a acariciarnos con el santo jerarca Nicolás por los sufrimientos de las bienaventuradas moscas y de los bienaventurados moscardones mártires por nuestra culpa.



[1] Se trata, evidentemente, de un cura ortodoxo que tiene esposa e hijos.

lunes, 22 de junio de 2015

El Príncipe de las Lágrimas (quinta parte)

En esa oscuridad densa y cerrada,
el Príncipe veía albear una sombra de plata...
- ¡A mí qué me importa de quién seas!, dijo él, me basta con quererte.
- Si me quieres, entonces vamos a escaparnos, dijo ella arrimándose más a su pecho, que si mi madre te encontrase, te mataría, y si tú murieras, yo perdería la razón o moriría también.
- No tengas miedo, le dijo él sonriendo y liberándose de su abrazo. ¿Dónde está tu madre?
- Desde que llegó se remueve dentro del cuenco en el que la encerraste y trata de roer con los dientes las cadenas que la tienen atada.
- No importa, dijo él y se apresuró a ver dónde estaba.
- Príncipe, dijo la doncella mientras dos grandes lágrimas brotaban de sus ojos – no vayas todavía. Deja que te enseñe como vencer a mi madre. ¿Ves tú estas dos cubas? Una lleva agua, la otra poder. Vamos a cambiarlas de sitio. Cuando mi madre lucha contra sus enemigos y se cansa, entonces grita: “¡Para y vamos a beber un poco de agua!” Luego ella bebe poder, mientras que su enemigo sólo agua. Por eso las cambiamos de sitio, ella no lo sabrá y beberá sólo agua mientras luche contra ti.
Así lo hicieron.
Él corrió detrás de la casa.
- ¿Qué haces, vieja? le gritó.
La vieja, del enojo, se soltó del cuenco y rompió las cadenas, alargándose fina y alta hasta las nubes.
- ¡Ah, seas bienvenido, Príncipe!, dijo ella, volviendo a encogerse, ¡ven a luchar ahora y ya veremos cuál de nosotros es más fuerte!
- ¡Vamos! dijo el Príncipe.
La vieja lo agarró de la cintura, se alargó llevándolo hasta las nubes y luego lo tiró contra el suelo que se hundió hasta los tobillos.
El Príncipe también la tiró y la hundió en la tierra hasta las rodillas.
- Paremos a beber agua, dio la vieja del bosque ya cansada.
Pararon y respiraron. La vieja bebió agua, el Príncipe bebió poder y algo como los escalofríos de un fuego vivo le recorrieron todos los músculos y todas las venas cansadas.

Con un poder redoblado sus brazos de hierro agarraron a la vieja y la enterraron hasta el cuello. Luego la golpeó con la maza en la cabeza y le reventó los sesos. Las nubes emblanquecieron el cielo, el viento empezó a gemir frío y a sacudir todos los travesaños de la pequeña casa. Serpientes rojas rompían con sus rayos las lindes negras de las nubes, las aguas parecían ladrar y el trueno solo cantaba hondo como un profeta de la perdición. En esa oscuridad densa y cerrada, el Príncipe veía albear una sombra de plata, con el pelo de oro suelto, errando pálida con los brazos levantados. Se le acercó y la cogió en sus brazos. Ella se desplomó como sin vida a su pecho y las manos frías buscaron el calor de su piel. Para despertarla, él le besó los ojos. Las nubes se deshacían en pedazos en el cielo – la luna roja de fuego se vislumbraba a través de las aberturas desperdigadas; y el Príncipe veía florecer dos estrellas azules, claras y asombradas – los ojos de su prometida. La levantó en brazos y se la llevó corriendo por la tormenta. Ella había apoyado la cabeza contra su pecho y parecía dormida. Cuando llegaron cerca del jardín del emperador, él la asentó en el bote y la pasó sobre el lago como en un columpio, arrancó hierba, heno bienoliente y flores del jardín y le hizo una cama en la que la sentó como en un nido.