¡Y hacía tanto
frío esa
mañana que se partían los troncos de los arboles! Y subiendo más allá de
Vanatori, al cruzar el puente sobre las aguas del río Neamt, el abuelo atrás
llevando las riendas y yo delante, se me
deslizaron las botas y me hundí entero en Ozana[1].
¡Tuve suerte con el abuelo! “Estos borceguíes vuestros no valen para nada” dijo
él mientras se apresuraba a sacarme, mojado hasta la piel porque me había
entrado agua a chorros por todas partes. Y enseguida me quitó las botas que ya
se habían congelado. “¡La albarca es la mejor, la pobre! Te descansa el pie en
ella y ni te enteras del frio.” Y mientras hablaba, me envolvió en una manta de
lana de Casina, me metió en una alforja del caballo y volvimos a caminar a paso
largo hasta Pipirig. Y cuando vio la abuela el estado en el que me encontraba,
hecho un ovillo dentro de la alforja como un pobre desdichado, casi se mata
llorando. En mi vida he conocido otra mujer como ella, que llore por cualquier
cosa: era compasiva de más. Por esta misma razón llevaba toda la vida sin comer
carne de vacuno; y cuando iba a la iglesia los días de fiesta, lloraba por
todos los muertos del cementerio, parientes o no, por igual. Mas mi abuelo era
hombre sensato y seguía con sus quehaceres como siempre, dejando a la abuela a
su aire, como mujer débil que era.
- ¡Ay, Dios mío,
David, cómo no te puedes estar tranquilo! ¿Por qué sacaste al niño de casa con
este tiempo?
- Para que lo
preguntes tú, Nastasia, dijo el abuelo mientras sacaba una piel de jabalí de la
bodega y se disponía a cortar un par de albarcas para Dumitru y uno para mí;
luego las plegó como se hace y les pasó un par de cuerdas negras de crin de
caballo por los ojales.
El tercer día
después de todo esto nos dieron mudas y dos pares de peales de paño blanco a
cada uno, luego nos pusimos las abarcas, besamos la mano de la abuela y salimos
por Boboiesti, con el abuelo y ahora también con Dumitru, el hermano más joven
de mi madre; y subiendo por la rambla de Halauca llegamos al atardecer en
Farcasa donde pasamos la noche, juntos con el padre Dumitru, el párroco del
Arroyo Carja, que tenía bajo el cuello un bocio como un botillo de los más
grandes y por esta causa croaba como si estuviera tocando una gaita, que no
pudimos pegar ojo en toda la noche por
el ruido. No tenía culpa ninguna, el pobre párroco, y como él mismo decía, peor
viven los que tienen el bocio en la cabeza que los que lo llevan por fuera…
Por la mañana
salimos de Farcasa pasando por Borca hacia el Arroyo Carja y Cotangas, hasta
que llegamos a Brosteni. Y el abuelo nos buscó alquiler en casa de una mujer,
Irinuca, luego nos llevó a ver al profesor y pasamos por la iglesia a
arrodillarnos ante los iconos y al rato nos dejó con Dios y volvió a su casa,
mandando de vez en cuando lo que nos hacía falta.
El pueblo de
Brosteni era esparcido como casi todos los pueblos de montaña, y los lobos y
osos no se acobardaban a dejarse vistos en medio del pueblo, incluso de día;
una casa por aquí, bajo este risco, la segunda en la otra orilla del río
Bistrita, bajo otro risco, en fin, donde mejor le había venido al hombre
levantarla. Irinuca tenía una choza vieja de troncos, con ventanas de un palmo
y techumbre de madera, cercada con listones de abeto y colocada justo debajo de
la montaña, en la orilla izquierda de Bistrita, cerca del puente. Irinuca era
una mujer no muy joven, pero tampoco vieja del todo; tenía marido y una hija
malhecha y torpe que daba miedo pasar la noche con ella en la casa. Por suerte
desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la noche no se la veía; se iba
con su padre al monte a hacer leña y trabajaba toda la semana al igual que un
hombre por poco y nada: dos personas con dos bueyes apenas sacaban para comer.
Y no era raro que alguno volviera el sábado por la noche con alguna pierna rota
o con los bueyes dañados, y esto les servía de paga.
La choza de la
orilla izquierda de Bistrita, el marido, la hija, un chivo y dos cabras flacas y
sarnosas que se pasaban el día durmiendo bajo el cobertizo eran toda la riqueza
de Irinuca. Pero esta también es una riqueza cuando uno tiene salud. ¿Y a mí
qué me importa? Mejor vamos a seguir con lo nuestro.
A la mañana
siguiente después de que se marchara el abuelo, nosotros fuimos a la escuela; y
viendo el profesor que llevábamos pelo largo, pidió a uno de los alumnos que
nos lo cortara. Cuando oímos nosotros tal cosa, empezamos a llorar a lágrima
viva y a suplicar por todos los santos que no nos afee. ¡Pero qué va! el
profesor aguardó a nuestro lado hasta que nos pelaron al rape. Luego nos colocó
entre los demás alumnos y nos pidió, entre otras cosas no demasiado difíciles,
que nos aprendiéramos de memoria el Ángelus.
Así vivimos
hasta mediados de Cuaresma. ¡Nos despertamos una mañana cubiertos enteritos de
sarna cabruna de las cabras de Irinuca! ¡Ay, ay! ¿qué había que hacer? El
maestro ya no nos admitía en la escuela, Irinuca no podía curarnos, al abuelo
no había quien avisarlo, los víveres se nos estaban acabando, ¡ay de nosotros!
No sé cómo pasó
que cerca de la Anunciación llega de repente un calor que derrite la nieve; y
empiezan a fluir los arroyos, y Bistrita se hincha de orilla a orilla que casi
se lleva la casa de Irinuca. Nosotros, aprovechando el calor, nos untábamos con
lejía turbia[2],
nos salíamos fuera en cueros, esperábamos hasta que se nos secaba la ceniza
encima y luego nos tirábamos en Bistrita para lavarnos. Así nos había enseñado
una vieja para que se nos curase la sarna. ¡Os podéis imaginar qué supone
bañarse uno en Bistrita a la altura de Brosteni, dos veces al día antes de
Semana Santa! Pero ningún mal, ni fiebre, ni otra enfermedad, no nos alcanzó,
pero tampoco nos libramos de la sarna. Como dicen: “Se te pega como la sarna”.
Un día cuando
Irinuca había bajado al pueblo y se le había olvidado volver, como de
costumbre, ¡a nosotros qué se nos ocurre! Subimos por la cuesta, más arriba de
su casa, cada uno con un palo en la mano, y como los arroyos corrían con
fuerza, sobre todo uno de ellos, blanco como la leche, nos empuja el diablo a
mover de su sitio una roca que apenas se sujetaba; ¡y empieza la roca a rodar
cuesta abaja y a saltar, cada vez más alto que la estatura de un hombre; traspasa la valla y el cobertizo de las
cabras y acaba hundiéndose en Bistrita en un borboteo de aguas! Eso pasó el
sábado de Lazaro, sobre mediodía. ¡Ay, ay! ¿qué hacemos ahora? La valla y la
casa de la mujer tirados al suelo, una cabra rota en pedazos, no es ninguna
tontería. Se nos había olvidado la sarna y todo lo demás por el susto.
- Recoge ahora
mismo lo que tengas, antes de que vuelva la vieja, y vamos a escaparnos en
balsa donde mi hermano Vasile, en Borca, dijo Dumitru, porque las balsas habían
empezado a andar.
Agarramos lo
poquito que nos quedaba, nos acercamos corriendo a la balsa y los balseros,
hombres de palabra, enseguida zarpan. Qué habrá dicho Irinuca allí atrás, qué
no habrá dicho, no lo sé; lo único que sé es que sentimos escalofríos de miedo
hasta llegar a Borca, donde de hecho nos quedamos. Y el día después, el Domingo
de Ramos, muy de madrugada, salimos de Borca por el Sendero-Viejo, juntos con
dos montaraces a caballo, hacia Pipirig. Hacía un buen día ese domingo y los
montaraces decían que nunca antes habían visto una primavera tan temprana.
¡Pero yo y
Dumitru lo pasamos en grande, recogiendo malvas y violetas del borde del camino,
y andábamos retozando y jugueteando como si no fuéramos los mismos sarnosos de
Brosteni que tanta alegría habían traído en casa de Irinuca!... Y como
andábamos así, sobre el mediodía el buen tiempo se transformó en una ventisca
capaz de desarraigar los abetos ¡y más! Se ve que le hermana Dochia no se había
quitado todas las pellizas[3].
Empezó a caer una llovizna que pronto se turnó en aguanieve, luego cayó un frío
con nieve de verdad que nos bloqueó el camino en un pispás y no sabíamos hacia
dónde íbamos. Una nevada y una niebla a ras del suelo que no podías ver ni al
hombre que tenías al lado.
- ¿Verdad que se
nos ha estropeado el tiempo? dijo uno de los montaraces suspirando. Me
extrañaba a mí que el lobo se hubiese comido el invierno tan pronto… El camino
lo hemos perdido ya por los Apriscos. De ahora en adelante iremos a ciegas, y
dónde nos lleve nuestra suerte, pues allí saldremos.
- Se escucha el
canto de un gallo, dijo el otro montaraz. Bajemos por allí y quizá salgamos a
algún pueblo.
Seguimos bajando
un largo rato y con mucha dificultad, por unos repechos peligrosos, y nos
enredamos en unas marañas de abetos, los caballos resbalaban y rodaban, y
Dumitru y yo andábamos encogidos y llorábamos apretando los puños de frío; los
montaraces no hacían más que resoplar y morderse los labios de frío y agobio;
la nieve ya se había amontonado hasta la cintura en algunos sitios y había
empezado a anochecer cuando llegamos a un desfiladero entre las montañas donde
se oía el sonido de un arroyo que bajaba como nosotros desde la cima hasta el
valle, precipitándose y chocando sin querer contra las rocas… Pero él siguió su
camino, mientras que nosotros nos paramos a preparar la cena sin comida.
- Ahora, chicos,
a planchar la oreja, dijo un montaraz y sacando el pedernal encendió un abeto.
- La suerte la
llevas en la frente[4];
¡alegrémonos! dijo el otro mientras sacaba de las alforjas un pedazo de polenta[5]
helada, la calentaba al fuego y nos daba una tajada a cada uno.
¡Y se deslizaba
esa polenta por la garganta que parecía untada con mantequilla! Después de apaciguar
mal que bien el hambre, nos acurrucamos alrededor del fuego; por arriba la
nieve, por abajo lodo; por un lado te asabas, por el otro te helabas, así lo
pasamos. Y mientras penábamos así, casi nos pasa otra peor: poco faltó para que
nos envolvieran las llamas si no se hubiese dado cuenta uno de los montaraces.
Se ve que nos había alcanzado la maldición de Irinuca.
Por fin llegó el
alba y, después de lavarnos con nieve y santiguarnos según la costumbre
cristiana, seguimos a los montaraces cuesta arriba, por donde habíamos bajado.
La nevada había amainado y, con mucho esfuerzo, encontramos el camino; ¡luego
paso a paso, al atardecer llegamos a Pipirig en casa del abuelo David! Cuando
nos vio la abuela, en seguida echo una lloradera de alegría.
- Mi David
intenta enterrarme viva, con sus arrebatos, por lo que veo… ¡Están hechos un
cristo, pobres niños! ¡Cómo se los comió la sarna allí entre forasteros, mis
pequeñines!
Y después de
lamentarse y de llorar como solía hacer, y de cebarnos con los mejores manjares
que tenía, la abuela sacó de la bodega una vasija de betún de abedul, nos untó
bien por todo el cuerpo de la cabeza a los pies y luego nos acostó al calentito
encima del horno[6].
Y siguió untándonos dos-tres veces al día hasta que, el Viernes de Dolores, nos
despertamos curados cabales. Pero antes ya llegó desde Brosteni noticia del
daño que habíamos hecho, y el abuelo, sin decir palabra, contentó a Irinuca con
cuatro reales.
El Sábado Santo
me mandó de vuelta a casa de mis padres en Humulesti. Luego el día de
Resurrección canté un “Ángelus” en la iglesia que se quedaron todos mirándome
boquiabiertos. A mi madre se le saltaban las lágrimas de alegría. Y el padre
Ioan me sentó a su mesa, y Smarandita chocó un montón de huevos conmigo[7]. Mi
corazón estaba colmado de alegría. Pero las cosas se torcieron en las vísperas,
porque todas las chicas del pueblo acudieron a la iglesia, y algunas más traviesas,
en cuanto me vieron, ya empezaron a reírse y a gritarme: “¡Al pelón peleón, al
pelón peleón le siguen perros montón!”
Bucarest,
1880, septiembre
[1]
Ozana es otro nombre del mismo río
Neamt.
[2]
Se trata de agua en la que se hervían cenizas de madera y que se utilizaba para
lavar la ropa.
[3]
El autor alude a la leyenda de la hermana Dochia, famoso personaje de la
mitología rumana de la que se cuenta que en primavera había subido con sus
ovejas a los pastos de la montaña llevando puestas nueve pellizas; como hacía
calor, se iba quitando las pellizas una a una hasta que se quedó en camisa –
luego una ventisca repentina la congelo y se quedó hecha piedra en la cima de
la montaña.
[4]
Según las creencias populares rumanas, el destino está escrito en los surcos de
la frente y hay cosas que una persona no puede cambiar.
[5]
En rumano mamaliga, un tipo de gachas
de maíz.
[6]
Los hornos de las casas moldavas estaban previstos de una plataforma que en
invierno se podía usar como cama.
[7]
El Domingo de Resurrección los niños llevan a la iglesia huevos pintados;
después de misa chocan un huevo con otro diciendo “¡Cristo ha resucitado!”, a
lo que se tiene que responder “¡De verdad ha resucitado!”. El que se queda con
el huevo entero gana los huevos que consigue romper.