martes, 30 de junio de 2015

Recuerdos de la infancia (quinta parte) - la última parte del primer capítulo


¡Y hacía tanto frío esa mañana que se partían los troncos de los arboles! Y subiendo más allá de Vanatori, al cruzar el puente sobre las aguas del río Neamt, el abuelo atrás llevando las riendas y yo delante,  se me deslizaron las botas y me hundí entero en Ozana[1]. ¡Tuve suerte con el abuelo! “Estos borceguíes vuestros no valen para nada” dijo él mientras se apresuraba a sacarme, mojado hasta la piel porque me había entrado agua a chorros por todas partes. Y enseguida me quitó las botas que ya se habían congelado. “¡La albarca es la mejor, la pobre! Te descansa el pie en ella y ni te enteras del frio.” Y mientras hablaba, me envolvió en una manta de lana de Casina, me metió en una alforja del caballo y volvimos a caminar a paso largo hasta Pipirig. Y cuando vio la abuela el estado en el que me encontraba, hecho un ovillo dentro de la alforja como un pobre desdichado, casi se mata llorando. En mi vida he conocido otra mujer como ella, que llore por cualquier cosa: era compasiva de más. Por esta misma razón llevaba toda la vida sin comer carne de vacuno; y cuando iba a la iglesia los días de fiesta, lloraba por todos los muertos del cementerio, parientes o no, por igual. Mas mi abuelo era hombre sensato y seguía con sus quehaceres como siempre, dejando a la abuela a su aire, como mujer débil que era.
- ¡Ay, Dios mío, David, cómo no te puedes estar tranquilo! ¿Por qué sacaste al niño de casa con este tiempo?
- Para que lo preguntes tú, Nastasia, dijo el abuelo mientras sacaba una piel de jabalí de la bodega y se disponía a cortar un par de albarcas para Dumitru y uno para mí; luego las plegó como se hace y les pasó un par de cuerdas negras de crin de caballo por los ojales.
El tercer día después de todo esto nos dieron mudas y dos pares de peales de paño blanco a cada uno, luego nos pusimos las abarcas, besamos la mano de la abuela y salimos por Boboiesti, con el abuelo y ahora también con Dumitru, el hermano más joven de mi madre; y subiendo por la rambla de Halauca llegamos al atardecer en Farcasa donde pasamos la noche, juntos con el padre Dumitru, el párroco del Arroyo Carja, que tenía bajo el cuello un bocio como un botillo de los más grandes y por esta causa croaba como si estuviera tocando una gaita, que no pudimos pegar ojo en toda la noche  por el ruido. No tenía culpa ninguna, el pobre párroco, y como él mismo decía, peor viven los que tienen el bocio en la cabeza que los que lo llevan por fuera…
Por la mañana salimos de Farcasa pasando por Borca hacia el Arroyo Carja y Cotangas, hasta que llegamos a Brosteni. Y el abuelo nos buscó alquiler en casa de una mujer, Irinuca, luego nos llevó a ver al profesor y pasamos por la iglesia a arrodillarnos ante los iconos y al rato nos dejó con Dios y volvió a su casa, mandando de vez en cuando lo que nos hacía falta.
El pueblo de Brosteni era esparcido como casi todos los pueblos de montaña, y los lobos y osos no se acobardaban a dejarse vistos en medio del pueblo, incluso de día; una casa por aquí, bajo este risco, la segunda en la otra orilla del río Bistrita, bajo otro risco, en fin, donde mejor le había venido al hombre levantarla. Irinuca tenía una choza vieja de troncos, con ventanas de un palmo y techumbre de madera, cercada con listones de abeto y colocada justo debajo de la montaña, en la orilla izquierda de Bistrita, cerca del puente. Irinuca era una mujer no muy joven, pero tampoco vieja del todo; tenía marido y una hija malhecha y torpe que daba miedo pasar la noche con ella en la casa. Por suerte desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la noche no se la veía; se iba con su padre al monte a hacer leña y trabajaba toda la semana al igual que un hombre por poco y nada: dos personas con dos bueyes apenas sacaban para comer. Y no era raro que alguno volviera el sábado por la noche con alguna pierna rota o con los bueyes dañados, y esto les servía de paga.
La choza de la orilla izquierda de Bistrita, el marido, la hija, un chivo y dos cabras flacas y sarnosas que se pasaban el día durmiendo bajo el cobertizo eran toda la riqueza de Irinuca. Pero esta también es una riqueza cuando uno tiene salud. ¿Y a mí qué me importa? Mejor vamos a seguir con lo nuestro.
A la mañana siguiente después de que se marchara el abuelo, nosotros fuimos a la escuela; y viendo el profesor que llevábamos pelo largo, pidió a uno de los alumnos que nos lo cortara. Cuando oímos nosotros tal cosa, empezamos a llorar a lágrima viva y a suplicar por todos los santos que no nos afee. ¡Pero qué va! el profesor aguardó a nuestro lado hasta que nos pelaron al rape. Luego nos colocó entre los demás alumnos y nos pidió, entre otras cosas no demasiado difíciles, que nos aprendiéramos de memoria el Ángelus.
Así vivimos hasta mediados de Cuaresma. ¡Nos despertamos una mañana cubiertos enteritos de sarna cabruna de las cabras de Irinuca! ¡Ay, ay! ¿qué había que hacer? El maestro ya no nos admitía en la escuela, Irinuca no podía curarnos, al abuelo no había quien avisarlo, los víveres se nos estaban acabando, ¡ay de nosotros!
No sé cómo pasó que cerca de la Anunciación llega de repente un calor que derrite la nieve; y empiezan a fluir los arroyos, y Bistrita se hincha de orilla a orilla que casi se lleva la casa de Irinuca. Nosotros, aprovechando el calor, nos untábamos con lejía turbia[2], nos salíamos fuera en cueros, esperábamos hasta que se nos secaba la ceniza encima y luego nos tirábamos en Bistrita para lavarnos. Así nos había enseñado una vieja para que se nos curase la sarna. ¡Os podéis imaginar qué supone bañarse uno en Bistrita a la altura de Brosteni, dos veces al día antes de Semana Santa! Pero ningún mal, ni fiebre, ni otra enfermedad, no nos alcanzó, pero tampoco nos libramos de la sarna. Como dicen: “Se te pega como la sarna”.
Un día cuando Irinuca había bajado al pueblo y se le había olvidado volver, como de costumbre, ¡a nosotros qué se nos ocurre! Subimos por la cuesta, más arriba de su casa, cada uno con un palo en la mano, y como los arroyos corrían con fuerza, sobre todo uno de ellos, blanco como la leche, nos empuja el diablo a mover de su sitio una roca que apenas se sujetaba; ¡y empieza la roca a rodar cuesta abaja y a saltar, cada vez más alto que la estatura de un hombre;  traspasa la valla y el cobertizo de las cabras y acaba hundiéndose en Bistrita en un borboteo de aguas! Eso pasó el sábado de Lazaro, sobre mediodía. ¡Ay, ay! ¿qué hacemos ahora? La valla y la casa de la mujer tirados al suelo, una cabra rota en pedazos, no es ninguna tontería. Se nos había olvidado la sarna y todo lo demás por el susto.
- Recoge ahora mismo lo que tengas, antes de que vuelva la vieja, y vamos a escaparnos en balsa donde mi hermano Vasile, en Borca, dijo Dumitru, porque las balsas habían empezado a andar.
Agarramos lo poquito que nos quedaba, nos acercamos corriendo a la balsa y los balseros, hombres de palabra, enseguida zarpan. Qué habrá dicho Irinuca allí atrás, qué no habrá dicho, no lo sé; lo único que sé es que sentimos escalofríos de miedo hasta llegar a Borca, donde de hecho nos quedamos. Y el día después, el Domingo de Ramos, muy de madrugada, salimos de Borca por el Sendero-Viejo, juntos con dos montaraces a caballo, hacia Pipirig. Hacía un buen día ese domingo y los montaraces decían que nunca antes habían visto una primavera tan temprana.
¡Pero yo y Dumitru lo pasamos en grande, recogiendo malvas y violetas del borde del camino, y andábamos retozando y jugueteando como si no fuéramos los mismos sarnosos de Brosteni que tanta alegría habían traído en casa de Irinuca!... Y como andábamos así, sobre el mediodía el buen tiempo se transformó en una ventisca capaz de desarraigar los abetos ¡y más! Se ve que le hermana Dochia no se había quitado todas las pellizas[3]. Empezó a caer una llovizna que pronto se turnó en aguanieve, luego cayó un frío con nieve de verdad que nos bloqueó el camino en un pispás y no sabíamos hacia dónde íbamos. Una nevada y una niebla a ras del suelo que no podías ver ni al hombre que tenías al lado.
- ¿Verdad que se nos ha estropeado el tiempo? dijo uno de los montaraces suspirando. Me extrañaba a mí que el lobo se hubiese comido el invierno tan pronto… El camino lo hemos perdido ya por los Apriscos. De ahora en adelante iremos a ciegas, y dónde nos lleve nuestra suerte, pues allí saldremos.
- Se escucha el canto de un gallo, dijo el otro montaraz. Bajemos por allí y quizá salgamos a algún pueblo.
Seguimos bajando un largo rato y con mucha dificultad, por unos repechos peligrosos, y nos enredamos en unas marañas de abetos, los caballos resbalaban y rodaban, y Dumitru y yo andábamos encogidos y llorábamos apretando los puños de frío; los montaraces no hacían más que resoplar y morderse los labios de frío y agobio; la nieve ya se había amontonado hasta la cintura en algunos sitios y había empezado a anochecer cuando llegamos a un desfiladero entre las montañas donde se oía el sonido de un arroyo que bajaba como nosotros desde la cima hasta el valle, precipitándose y chocando sin querer contra las rocas… Pero él siguió su camino, mientras que nosotros nos paramos a preparar la cena sin comida.
- Ahora, chicos, a planchar la oreja, dijo un montaraz y sacando el pedernal encendió un abeto.
- La suerte la llevas en la frente[4]; ¡alegrémonos! dijo el otro mientras sacaba de las alforjas un pedazo de polenta[5] helada, la calentaba al fuego y nos daba una tajada a cada uno.
¡Y se deslizaba esa polenta por la garganta que parecía untada con mantequilla! Después de apaciguar mal que bien el hambre, nos acurrucamos alrededor del fuego; por arriba la nieve, por abajo lodo; por un lado te asabas, por el otro te helabas, así lo pasamos. Y mientras penábamos así, casi nos pasa otra peor: poco faltó para que nos envolvieran las llamas si no se hubiese dado cuenta uno de los montaraces. Se ve que nos había alcanzado la maldición de Irinuca.
Por fin llegó el alba y, después de lavarnos con nieve y santiguarnos según la costumbre cristiana, seguimos a los montaraces cuesta arriba, por donde habíamos bajado. La nevada había amainado y, con mucho esfuerzo, encontramos el camino; ¡luego paso a paso, al atardecer llegamos a Pipirig en casa del abuelo David! Cuando nos vio la abuela, en seguida echo una lloradera de alegría.
- Mi David intenta enterrarme viva, con sus arrebatos, por lo que veo… ¡Están hechos un cristo, pobres niños! ¡Cómo se los comió la sarna allí entre forasteros, mis pequeñines!
Y después de lamentarse y de llorar como solía hacer, y de cebarnos con los mejores manjares que tenía, la abuela sacó de la bodega una vasija de betún de abedul, nos untó bien por todo el cuerpo de la cabeza a los pies y luego nos acostó al calentito encima del horno[6]. Y siguió untándonos dos-tres veces al día hasta que, el Viernes de Dolores, nos despertamos curados cabales. Pero antes ya llegó desde Brosteni noticia del daño que habíamos hecho, y el abuelo, sin decir palabra, contentó a Irinuca con cuatro reales.
El Sábado Santo me mandó de vuelta a casa de mis padres en Humulesti. Luego el día de Resurrección canté un “Ángelus” en la iglesia que se quedaron todos mirándome boquiabiertos. A mi madre se le saltaban las lágrimas de alegría. Y el padre Ioan me sentó a su mesa, y Smarandita chocó un montón de huevos conmigo[7]. Mi corazón estaba colmado de alegría. Pero las cosas se torcieron en las vísperas, porque todas las chicas del pueblo acudieron a la iglesia, y algunas más traviesas, en cuanto me vieron, ya empezaron a reírse y a gritarme: “¡Al pelón peleón, al pelón peleón le siguen perros montón!”

Bucarest, 1880, septiembre



[1] Ozana es otro nombre del mismo río Neamt.
[2] Se trata de agua en la que se hervían cenizas de madera y que se utilizaba para lavar la ropa.
[3] El autor alude a la leyenda de la hermana Dochia, famoso personaje de la mitología rumana de la que se cuenta que en primavera había subido con sus ovejas a los pastos de la montaña llevando puestas nueve pellizas; como hacía calor, se iba quitando las pellizas una a una hasta que se quedó en camisa – luego una ventisca repentina la congelo y se quedó hecha piedra en la cima de la montaña.
[4] Según las creencias populares rumanas, el destino está escrito en los surcos de la frente y hay cosas que una persona no puede cambiar.
[5] En rumano mamaliga, un tipo de gachas de maíz.
[6] Los hornos de las casas moldavas estaban previstos de una plataforma que en invierno se podía usar como cama.
[7] El Domingo de Resurrección los niños llevan a la iglesia huevos pintados; después de misa chocan un huevo con otro diciendo “¡Cristo ha resucitado!”, a lo que se tiene que responder “¡De verdad ha resucitado!”. El que se queda con el huevo entero gana los huevos que consigue romper.

3 comentarios:

  1. Hola, solo quería decirte lo mucho que aprecio lo que estas haciendo. He crecido con estas historias y de pequeño me encantaban y ahora leyéndolas me han llenado de recuerdos y melancolía. Y me imagino lo difícil que es traducir historias por el estilo a otro idioma y lo difícil que es compartirlas con gente que no entienden el rumano. Por eso te quiero decir que eres maravillosa y estoy super feliz de reencontrar estas historias y poder compartirlas con otra gente. Gracias de todo corazón por el trabajo que estas haciendo y sigue así.

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    1. ¡Muchas gracias por los ánimos! Sí, es realmente difícil traducir los cuentos de Ion Creanga, pero es muy gratificante. Me queda mucho trabajo por hacer hasta que me salgan medianamente bien.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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