jueves, 26 de febrero de 2015

Cristian Popescu (1959 - 1995), el poeta olvidado

No suelo traducir literatura moderna o contemporánea, pero no pude resistir al encanto de este poeta olvidado. Hay aquí una pequeña muestra de su magia:


Cristian Popescu (1959-1995)
Antiportret (Cristian Popescu, 1959-1995)
Nu, doamne. Nici mai, nici chiar, nici foarte. Şi nici măcar Popescu. Nu. Nici măcar atât. Să stai, aşa, şi să munceşti la creşterea părului şi-a unghiilor tale, să lucrezi la curgerea boabelor de sudoare şi, mai ales, la curgerea lacrimilor. Şiroi.

Numai să stai. Nemişcat. Şi să-ţi albească părul pe-o singură parte. Arătând răsăritul. Să-mi albească firele din cap doar pentru că m-au tras înger-îngeraşii Dumitale de ele, doar aşa, că mi-au tras gândurile de păr - nu prea tare - cum tragi păpuşile de sfori ca să se bucure copiii. Numai de-asta să-mi albească firele, Doamne. Arătând răsăritul.


Antirretrato (Cristian Popescu, 1959-1995)
No, señor. Ni más, ni justo, ni muy. Ni siquiera Popescu. No. Ni esto siquiera. Estar así y trabajar al crecimiento de tu pelo y de tus uñas, trabajar al fluir de las gotas de sudor y, sobre todo, al fluir de las lágrimas. A chorros.

Estar solamente. Inmóvil. Y que tu pelo encanezca por un lado sólo. Mostrando el orto. Que me encanezcan los pelos solamente porque Tus ángeles-angelitos me hayan tirado de ellos, nada más, porque mis pensamientos me hayan tirado del pelo – no muy fuerte – como se tiran los títeres de las cuerdas para que se alegren los niños. Que por eso sólo se me encanezcan los pelos, Señor. Mostrando el orto.

miércoles, 25 de febrero de 2015

La historia de Moro-Blanco (segunda parte)

Los tres príncipes hermanos
El más joven de los hijos, poniéndose rojo como la amapola, sale fuera en el jardín y se echa a llorar de todo corazón, herido en lo más profundo del alma por las palabras desgarradoras de su padre. Y como estaba pensando y no se decidía que hacer para librarse de esa vergüenza, de repente ve ante sí una vieja corcovada por los años, que iba mendigando.
- Pero ¿por qué estás tan cabizbajo, noble príncipe? dijo la vieja; aparta la tristeza de tu corazón, pues la suerte te sonríe por todas partes y no tienes motivos por estar amargado. Mejor dale a esta vieja algo de limosna.
- Déjame, hermana, y no me molestes, dijo el hijo del rey; ahora tengo otras cosas en las que pensar.
- ¡Hijo de rey, que te viera emperador! Dile a esta vieja que te atormenta; tal vez pueda ayudarte en algo.
- ¿Sabes qué, hermana? No te lo diré más veces; déjame en paz, que se me viene el mundo encima de agobio.
- Noble príncipe, no me riñas, mas no tengas tanta prisa, que no se sabe de dónde te puede salir ayuda.
- ¿Por qué dices bobadas, hermana? ¿Te piensas que de alguien como tú espero yo ayuda?
- ¿Te parecerá raro una como esta? dijo la vieja. ¡Eh, noble príncipe! El Altísimo colma de su gracia a los desamparados; se ve que así le gusta a Su Santidad. No mires que estoy corcovada y harapienta, pues, por el poder que se me dio, sé de antemano que tienen pensado labrar los poderosos de la tierra y a menudo me río a carcajadas de su torpeza y de su flaqueza. ¿Verdad que no te lo acabas de creer?, pero ¡Dios te guarde de la tentación! Que muchas cosas han visto mis ojos en tantos siglos que llevo a mis espaldas. ¡Ay, príncipe! créeme, que si tuvieras mi poder, te cruzarías los países y los mares, arrollarías la tierra, te jugarías este mundo, así mismo, entre tus dedos, y todo se haría según tu pensamiento. Pero, ¡mira qué dice la corcovada y la desamparada! ¡Perdóname, Señor, que no sé que me salió de la boca! ¡Noble príncipe, dale algo a esta vieja!
El hijo del rey, embelesado por las palabras de la vieja, saca entonces un penique y dice:
- Toma, hermana, de mí poco y de Dios mucho.
- De lo que das, Dios misericordioso te devuelva, noble príncipe, y con muchos años te agracie, pues mucha suerte te está esperando. En poco tiempo llegarás emperador, sin igual en la faz de la tierra así de querido, de honrado y de poderoso. Ahora, noble príncipe, para que veas lo mucho que te puede valer tu caridad, quédate quieto, mírame a los ojos y escucha con cuidado lo que te voy a decir: ve con tu padre y pídele que te dé el caballo, las armas y el traje que usó en su boda, y entonces podrás ir donde no pudieron ir tus hermanos; porque está escrito en las estrellas que a ti te pertenece este honor. Tu padre se opondrá y no querrá dejarte, pero tú sigue insistiendo en tu ruego, que lo doblegarás. La ropa de la que te estoy hablando es vieja y desgastada, las armas aherrumbradas, y el caballo lo podrás elegir dejando en el medio de las cuadras una bandeja llena de ascuas, y de todos los caballos, aquel que se acercará a comer, este te llevará hasta el imperio y te salvará de muchos peligros. ¡Recuerda mis palabras, que quizá nos volvamos a encontrar en algún rincón del mundo: que se junta monte con monte, y más aún hombre con hombre!
Y mientras estaba hablando esto, la ve envuelta como en un velo blanco, levantándose por los aires, después alzándose más y más hasta que la perdió de vista. El temor se apoderó del hijo de rey y se quedó asombrado por el pavor y el asombro, pero luego, volviendo en sí y armado de confianza en su éxito, se presenta delante de su padre diciendo:
- Permíteme ir tras mis hermanos, no por nada, sino por probar suerte. Y que lo logre o no, te prometo de antemano que, una vez salido de tu casa, no volveré, aunque fuera a encontrarme con la muerte en mi camino.
- Cosa sin pensar, querido hijo, acabo de escuchar de tu boca, dijo el rey. Tus hermanos han demostrado que no tienen pelo en pecho, y por su parte he perdido toda esperanza. Serás tú más valiente, aunque no lo veo. Pero si te empecinas en irte, yo no te voy a parar, aunque no me lo acabo de creer. Sin embargo, si quieres irte a toda costa, yo no te pararé, mas mucho me temo que te saldrá algún disgusto en tu camino y labrarás tu deshonra, pues entonces te lo digo claro que en mi casa no te quiero volver a ver.
- Sea como fuere, padre, el deber de un hombre es intentar. Me iré yo también a probar suerte y luego, ¡qué sea como Dios quiera! Sólo dame, por favor, el caballo, las armas y el traje que llevaste en tu boda, para que me pueda marchar.
Al escuchar aquello, el rey pareció disgustarse y, frunciendo el cejo, dijo:
- ¡Eh, eh! querido hijo, con tus palabras me recordaste ese refrán:
Mozo joven, penco viejo
Juntos nunca llegan lejos.
Mi caballo de aquel entonces, ¡quién sabe dónde se habrán podrido sus huesos! ¡Qué no iba a vivir la edad de un hombre! Quien te metió eso en la cabeza, bien te la jugó… o como dicen: Estas buscando caballos muertos a quitarles las herraduras.
- Padre, poca cosa te pido. Ahora, que esté vivo el caballo o que no lo esté, asunto mío; sólo quería saber si me lo das o no.
- Por mi parte, que tuyo sea, querido hijo, mas no me aclaro de dónde lo vas a sacar si se le acabaron los años en este mundo.

- De esto no me quejo yo, padre, menos mal que me lo diste; que esté, que no esté, si lo encuentro, mío sea.

martes, 24 de febrero de 2015

El príncipe de la lágrima, de Mihai Eminescu (Primera parte)

Mihai Eminescu (1850-1889)
En tiempos pasados, cuando la gente, tal como es hoy día, sólo existía en las semillas del futuro, cuando Dios pisaba todavía con sus pies los páramos rocosos de la tierra, - había en estos viejos tiempos un emperador sombrío y ensimismado como el septentrión y tenía una emperatriz joven y sonriente como la luz del mediodía.
El emperador llevaba ya cincuenta años en guerra con un vecino suyo. Había muerto el vecino y les había dejado en herencia a sus hijos y a sus nietos  el odio y la sangrienta riña. Cincuenta años, y el emperador seguía viviendo solo, como un león envejecido, debilitado por las luchas y las penas - el emperador que nunca en su vida había reído, que no sonreía ni ante el canto inocente del niño, ni ante la sonrisa llena de amor de su joven esposa, ni ante las historias viejas y chistosas de los soldados encanecidos en batallas y necesidades. Se sentía débil, se sentía muriendo y no tenía a nadie a quien dejar la herencia de su odio. Triste se levantaba de su cama imperial, de al lado de la joven emperatriz – cama dorada, pero yerma y maldecida –, triste iba a la guerra con el corazón desconsolado, y la emperatriz, quedando sola, lloraba con lágrimas de viuda su soledad. Su pelo rubio como el oro más bello le caía sobre los pechos blancos y redondos – y de sus grandes ojos azules brotaban ríos de perlas líquidas sobre su cara más blanca que la plata de la flor de lis. Largas ojeras moradas se le  dibujaban alrededor de los ojos y venas azuladas se perfilaban en su cara blanca como un mármol vivo.
Levantándose de su cama, ella se dejó caer en los peldaños de piedra de una bóveda donde vigilaba, encima de una candela humeante, el icono revestido de plata de la madre de los dolores. Conmovida por las plegarias de la emperatriz arrodillada, los párpados del frío icono se humedecieron y una lágrima brotó del negro ojo de la madre de Dios. La emperatriz se levantó en todo su majestuoso porte, tocó la fría lágrima con sus labios secos y la sorbió hasta el fondo de su alma. A partir de ese mismo instante ella quedó encinta.

Pasó un mes, pasaron dos, pasaron nueve y la emperatriz dio a luz a un niño más blanco que la flor de la leche, con pelo rubio como los rayos de luna. El emperador sonrió, el sol sonrió también desde su imperio de fuego, e incluso se paró, así que durante tres días no hubo noche, mas sólo resplandor y alegría – el vino manaba de toneles abiertos y los clamores tocaban la bóveda del cielo.
Y le puso nombre su madre: Príncipe de la lágrima.

Y creció y se hizo alto como los abetos del bosque. En un mes crecía lo que otros en un año.

La abuela Odochea


Las piedras de la vieja Dochia en las montañas de Bucegi
Odochea era una abuela bastante fea y vieja, algo encorvada de espaldas. La llamaban Dochia y Doca. En ese entonces hizo mucho frío. Y como tenía frío, se puso pelliza tras pelliza hasta que llegó a llevar encima doce pellizas. Hacía frío y estaban en marzo, cuando son los días de Dochia. Es cuando llueve, nieva, sopla el viento que te penetra hasta los huesos.
… Y la abuela subía en la montaña llevando las pellizas. Cuando llego más arriba, mandó Dios un gran calor que la vieja ya no podía aguantar con tantas pellizas encima. ¿Qué iba a hacer? Empezó a quitárselas una a una. Se quitó una y ésa se transformó en pedrusco. Se quitó la segunda y también se transformó en pedrusco. Hasta que se las quitó todas. Y subía la abuela, siempre subía con sus cabras. Cuando llegó a la cima de la montaña, mandó Dios un frío gélido que se heló la vieja con sus cabras y todo y se hicieron pedruscos, y todavía se les ve la forma incluso hoy en día. Y dicen que también salió allí una fuente de la Santa Odochia.

Leyenda tradicional de la región de Maramures publicada por Pamfil Biltiu en su libro Izvorul fermecat (La fuente encantada) en 1999.


lunes, 23 de febrero de 2015

La historia de Moro-Blanco, de Ion Creanga (primera parte)

Ion Creanga (1837-1889)
Dicen que había una vez en un país un rey, que tenía tres hijos. Y ese rey tenía otro hermano mayor, que era emperador de otro país, más lejano. Y el emperador, hermano del rey, se llamaba Verde-emperador; el emperador Verde no tenía hijos, mas sólo hijas. Muchos años habían pasado sin que esos hermanos tuvieran ocasión de verse los dos. En cuanto a los primos, es decir los hijos del rey y las hijas del emperador, no se habían visto en su vida. Y así quiso el destino que ni el emperador conociera a sus sobrinos, ni el rey a sus sobrinas: porque el país donde imperaba el hermano mayor se encontraba en una orilla del mundo, y el reino del otro en otra orilla. Además, en esos tiempos, casi todos los países estaban asolados por terribles guerras, los caminos por tierra y agua eran poco conocidos y muy enmarañados y por eso no se podía viajar tan fácilmente y sin peligros como hoy día. En aquel entonces quien se marchaba a una parte del mundo a menudo se quedaba allí hasta su muerte.
Pero que no nos alejemos de lo nuestro y que comience a hilar la hebra del cuento.
Pues ahora, aquel emperador, ya viejo y cayendo en cama, escribió a su hermano el rey que le mandara sin retraso al más merecedor de los sobrinos para dejarlo emperador en su lugar, tras su muerte. El rey, recibiendo la carta, en seguida llamó a sus tres hijos delante de él y les dijo:
- Mirad que me escribe mi hermano y vuestro tío. Aquel de vosotros que se sienta presto a imperar sobre un país tan grande y rico como ese, tiene mi beneplácito para marcharse, cumpliendo así la última voluntad de vuestro tío.
Entonces el hijo mayor se arma de valor y dice:
- Padre, yo creo que me pertenece a mí este honor, puesto que soy el mayor de mis hermanos; por eso te ruego que me des dinero para gastar, mudas, armas y corcel, y sin tardanza partiré.
- Muy bien, querido hijo, si confías en que podrás abrirte camino hasta allí y crees que serás capaz de gobernar a otros, elige un caballo de las cuadras, coge el dinero que te haga falta, las mudas que te plazcan, las armas que mejor te sirvan y ve en paz, hijo mío.
Entonces el hijo del rey coge su hato, besa la mano de su padre, recibiendo de éste carta para el emperador, dice adiós a sus hermanos y luego monta y parte con gran regocijo hacia el imperio.
Pero el rey, queriendo tentarlo, se queda calladito y, al anochecer, viste a escondidas una piel de oso, luego monta en su caballo, sale ante su hijo por otro camino y se mete debajo de un puente. Y cuando fue a pasar el hijo del rey por allí, mira que al cabo del puente le aguarda un oso gruñendo. Entonces el caballo del hijo de rey empieza a brincar y a bufar que casi tira a su amo. Y el hijo de rey, sin poder domeñar más el caballo y sin valor de seguir adelante, se torna avergonzado a casa de su padre. Antes de que él llegara, el rey ya había llegado por otro camino, había soltado el caballo, había escondido esa piel de oso y estaba ahora esperando que viniera su hijo. Y mira que lo ve viniendo de prisa, pero no tan de prisa como se había marchado.
- Mas ¿qué se te habrá olvidado, querido hijo, que volviste? dijo el rey con asombro. Esta no es buena señal, por lo que yo sepa.
- De olvidar, nada he olvidado, padre, pero mira que, llegando a un puente, me salió delante un oso fiero, que me metió el miedo en el cuerpo. Y a duras penas escapando de sus garras, encontré apropiado retornar a tu casa, mejor que ser presa de las bestias salvajes. Y de ahora en adelante, por mí que vaya quien quiera, porque a mí no me hace falta ni imperio, ni nada; no voy a vivir por siempre para heredar la tierra.
- Mal no te lo has pensado, querido hijo. Se ve que no estás tú para emperador, ni el imperio para ti; y antes que engatusar a la gente, mejor quédate tranquilo, como dices, que, gracias al Señor: “donde hay charca, ranas no faltan”. Sólo quería saber qué hacemos con tu tío. ¡Cómo nos joroba la cobardía!
- Padre, dijo entonces el hijo mediano, que vaya yo, si quieres.
- Tienes mi beneplácito, hijo mío, mas mucho me temo que a ti también se te cortaran los caminos. Quien sabe en qué mala hora te saldrá delante algún conejo, o algo… y ¡caray! te veo volver a casa igual que tu hermano, pues entonces de las guapas será tu vergüenza. Pero bueno, prueba tú también, a ver qué suerte tendrás. Como dicen: “Cada cual con el sudor de su frente se gana el pan”. Si triunfas, olé, y si no, a otros valientes igual les pasó…
El hijo mediano entonces, preparándose el hato y recibiendo él también de la mano de su padre carta para el emperador, se despide de sus hermanos y la mañana siguiente ya parte. Y camina, y camina hasta caer la noche cerrada. Y cuando fue a cruzar el puente, mira tú por dónde sale el oso: ¡groar, groar, groar! El caballo del hijo de rey empieza entonces a bufar, a brincar y a volverse atrás. Y el hijo del rey, viendo que las cosas no van en broma, se olvida del imperio y, azorado, torna él también a casa de su padre. El rey, como lo ve, le dice:
- Eh, querido hijo, ¿verdad que se cumplió lo que dicen: “De gallinas me protege, que al perro no le temo”?
- ¿Qué dicho es este, padre?! habló el hijo avergonzado; ¿para ti los osos son gallinas? Ahora sí creo a mi hermano, que un oso como aquel una hueste entera sería capaz de despedazar… Aún me sorprende que  me haya salido con vida; basca me da el imperio y todo, pues, gracias a Dios, no me falta comida en tu casa.
- Comida ya veo yo bien que no te falta, de eso no hay duda, hijo mío, dijo el rey apenado, pero ahora decidme: ¿con la vergüenza qué hacéis? De los tres hijos que tengo, ¡¿qué ninguno sirva de nada?!
Entonces, a decir verdad, malgastáis la comida, queridos míos… Andar por allí en balde, toda la vida y alardear de ser hijos de rey, eso no es cosa de hombres… Por lo que veo, mi hermano se puede olvidar de vosotros; su deseo se cumplirá cuando las ranas críen pelo. ¡Vaya sobrinos que tiene! Como dicen:

Al puchero, yo primero,

Guerrear puede esperar.