miércoles, 25 de febrero de 2015

La historia de Moro-Blanco (segunda parte)

Los tres príncipes hermanos
El más joven de los hijos, poniéndose rojo como la amapola, sale fuera en el jardín y se echa a llorar de todo corazón, herido en lo más profundo del alma por las palabras desgarradoras de su padre. Y como estaba pensando y no se decidía que hacer para librarse de esa vergüenza, de repente ve ante sí una vieja corcovada por los años, que iba mendigando.
- Pero ¿por qué estás tan cabizbajo, noble príncipe? dijo la vieja; aparta la tristeza de tu corazón, pues la suerte te sonríe por todas partes y no tienes motivos por estar amargado. Mejor dale a esta vieja algo de limosna.
- Déjame, hermana, y no me molestes, dijo el hijo del rey; ahora tengo otras cosas en las que pensar.
- ¡Hijo de rey, que te viera emperador! Dile a esta vieja que te atormenta; tal vez pueda ayudarte en algo.
- ¿Sabes qué, hermana? No te lo diré más veces; déjame en paz, que se me viene el mundo encima de agobio.
- Noble príncipe, no me riñas, mas no tengas tanta prisa, que no se sabe de dónde te puede salir ayuda.
- ¿Por qué dices bobadas, hermana? ¿Te piensas que de alguien como tú espero yo ayuda?
- ¿Te parecerá raro una como esta? dijo la vieja. ¡Eh, noble príncipe! El Altísimo colma de su gracia a los desamparados; se ve que así le gusta a Su Santidad. No mires que estoy corcovada y harapienta, pues, por el poder que se me dio, sé de antemano que tienen pensado labrar los poderosos de la tierra y a menudo me río a carcajadas de su torpeza y de su flaqueza. ¿Verdad que no te lo acabas de creer?, pero ¡Dios te guarde de la tentación! Que muchas cosas han visto mis ojos en tantos siglos que llevo a mis espaldas. ¡Ay, príncipe! créeme, que si tuvieras mi poder, te cruzarías los países y los mares, arrollarías la tierra, te jugarías este mundo, así mismo, entre tus dedos, y todo se haría según tu pensamiento. Pero, ¡mira qué dice la corcovada y la desamparada! ¡Perdóname, Señor, que no sé que me salió de la boca! ¡Noble príncipe, dale algo a esta vieja!
El hijo del rey, embelesado por las palabras de la vieja, saca entonces un penique y dice:
- Toma, hermana, de mí poco y de Dios mucho.
- De lo que das, Dios misericordioso te devuelva, noble príncipe, y con muchos años te agracie, pues mucha suerte te está esperando. En poco tiempo llegarás emperador, sin igual en la faz de la tierra así de querido, de honrado y de poderoso. Ahora, noble príncipe, para que veas lo mucho que te puede valer tu caridad, quédate quieto, mírame a los ojos y escucha con cuidado lo que te voy a decir: ve con tu padre y pídele que te dé el caballo, las armas y el traje que usó en su boda, y entonces podrás ir donde no pudieron ir tus hermanos; porque está escrito en las estrellas que a ti te pertenece este honor. Tu padre se opondrá y no querrá dejarte, pero tú sigue insistiendo en tu ruego, que lo doblegarás. La ropa de la que te estoy hablando es vieja y desgastada, las armas aherrumbradas, y el caballo lo podrás elegir dejando en el medio de las cuadras una bandeja llena de ascuas, y de todos los caballos, aquel que se acercará a comer, este te llevará hasta el imperio y te salvará de muchos peligros. ¡Recuerda mis palabras, que quizá nos volvamos a encontrar en algún rincón del mundo: que se junta monte con monte, y más aún hombre con hombre!
Y mientras estaba hablando esto, la ve envuelta como en un velo blanco, levantándose por los aires, después alzándose más y más hasta que la perdió de vista. El temor se apoderó del hijo de rey y se quedó asombrado por el pavor y el asombro, pero luego, volviendo en sí y armado de confianza en su éxito, se presenta delante de su padre diciendo:
- Permíteme ir tras mis hermanos, no por nada, sino por probar suerte. Y que lo logre o no, te prometo de antemano que, una vez salido de tu casa, no volveré, aunque fuera a encontrarme con la muerte en mi camino.
- Cosa sin pensar, querido hijo, acabo de escuchar de tu boca, dijo el rey. Tus hermanos han demostrado que no tienen pelo en pecho, y por su parte he perdido toda esperanza. Serás tú más valiente, aunque no lo veo. Pero si te empecinas en irte, yo no te voy a parar, aunque no me lo acabo de creer. Sin embargo, si quieres irte a toda costa, yo no te pararé, mas mucho me temo que te saldrá algún disgusto en tu camino y labrarás tu deshonra, pues entonces te lo digo claro que en mi casa no te quiero volver a ver.
- Sea como fuere, padre, el deber de un hombre es intentar. Me iré yo también a probar suerte y luego, ¡qué sea como Dios quiera! Sólo dame, por favor, el caballo, las armas y el traje que llevaste en tu boda, para que me pueda marchar.
Al escuchar aquello, el rey pareció disgustarse y, frunciendo el cejo, dijo:
- ¡Eh, eh! querido hijo, con tus palabras me recordaste ese refrán:
Mozo joven, penco viejo
Juntos nunca llegan lejos.
Mi caballo de aquel entonces, ¡quién sabe dónde se habrán podrido sus huesos! ¡Qué no iba a vivir la edad de un hombre! Quien te metió eso en la cabeza, bien te la jugó… o como dicen: Estas buscando caballos muertos a quitarles las herraduras.
- Padre, poca cosa te pido. Ahora, que esté vivo el caballo o que no lo esté, asunto mío; sólo quería saber si me lo das o no.
- Por mi parte, que tuyo sea, querido hijo, mas no me aclaro de dónde lo vas a sacar si se le acabaron los años en este mundo.

- De esto no me quejo yo, padre, menos mal que me lo diste; que esté, que no esté, si lo encuentro, mío sea.

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