martes, 24 de febrero de 2015

El príncipe de la lágrima, de Mihai Eminescu (Primera parte)

Mihai Eminescu (1850-1889)
En tiempos pasados, cuando la gente, tal como es hoy día, sólo existía en las semillas del futuro, cuando Dios pisaba todavía con sus pies los páramos rocosos de la tierra, - había en estos viejos tiempos un emperador sombrío y ensimismado como el septentrión y tenía una emperatriz joven y sonriente como la luz del mediodía.
El emperador llevaba ya cincuenta años en guerra con un vecino suyo. Había muerto el vecino y les había dejado en herencia a sus hijos y a sus nietos  el odio y la sangrienta riña. Cincuenta años, y el emperador seguía viviendo solo, como un león envejecido, debilitado por las luchas y las penas - el emperador que nunca en su vida había reído, que no sonreía ni ante el canto inocente del niño, ni ante la sonrisa llena de amor de su joven esposa, ni ante las historias viejas y chistosas de los soldados encanecidos en batallas y necesidades. Se sentía débil, se sentía muriendo y no tenía a nadie a quien dejar la herencia de su odio. Triste se levantaba de su cama imperial, de al lado de la joven emperatriz – cama dorada, pero yerma y maldecida –, triste iba a la guerra con el corazón desconsolado, y la emperatriz, quedando sola, lloraba con lágrimas de viuda su soledad. Su pelo rubio como el oro más bello le caía sobre los pechos blancos y redondos – y de sus grandes ojos azules brotaban ríos de perlas líquidas sobre su cara más blanca que la plata de la flor de lis. Largas ojeras moradas se le  dibujaban alrededor de los ojos y venas azuladas se perfilaban en su cara blanca como un mármol vivo.
Levantándose de su cama, ella se dejó caer en los peldaños de piedra de una bóveda donde vigilaba, encima de una candela humeante, el icono revestido de plata de la madre de los dolores. Conmovida por las plegarias de la emperatriz arrodillada, los párpados del frío icono se humedecieron y una lágrima brotó del negro ojo de la madre de Dios. La emperatriz se levantó en todo su majestuoso porte, tocó la fría lágrima con sus labios secos y la sorbió hasta el fondo de su alma. A partir de ese mismo instante ella quedó encinta.

Pasó un mes, pasaron dos, pasaron nueve y la emperatriz dio a luz a un niño más blanco que la flor de la leche, con pelo rubio como los rayos de luna. El emperador sonrió, el sol sonrió también desde su imperio de fuego, e incluso se paró, así que durante tres días no hubo noche, mas sólo resplandor y alegría – el vino manaba de toneles abiertos y los clamores tocaban la bóveda del cielo.
Y le puso nombre su madre: Príncipe de la lágrima.

Y creció y se hizo alto como los abetos del bosque. En un mes crecía lo que otros en un año.

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