lunes, 23 de febrero de 2015

La historia de Moro-Blanco, de Ion Creanga (primera parte)

Ion Creanga (1837-1889)
Dicen que había una vez en un país un rey, que tenía tres hijos. Y ese rey tenía otro hermano mayor, que era emperador de otro país, más lejano. Y el emperador, hermano del rey, se llamaba Verde-emperador; el emperador Verde no tenía hijos, mas sólo hijas. Muchos años habían pasado sin que esos hermanos tuvieran ocasión de verse los dos. En cuanto a los primos, es decir los hijos del rey y las hijas del emperador, no se habían visto en su vida. Y así quiso el destino que ni el emperador conociera a sus sobrinos, ni el rey a sus sobrinas: porque el país donde imperaba el hermano mayor se encontraba en una orilla del mundo, y el reino del otro en otra orilla. Además, en esos tiempos, casi todos los países estaban asolados por terribles guerras, los caminos por tierra y agua eran poco conocidos y muy enmarañados y por eso no se podía viajar tan fácilmente y sin peligros como hoy día. En aquel entonces quien se marchaba a una parte del mundo a menudo se quedaba allí hasta su muerte.
Pero que no nos alejemos de lo nuestro y que comience a hilar la hebra del cuento.
Pues ahora, aquel emperador, ya viejo y cayendo en cama, escribió a su hermano el rey que le mandara sin retraso al más merecedor de los sobrinos para dejarlo emperador en su lugar, tras su muerte. El rey, recibiendo la carta, en seguida llamó a sus tres hijos delante de él y les dijo:
- Mirad que me escribe mi hermano y vuestro tío. Aquel de vosotros que se sienta presto a imperar sobre un país tan grande y rico como ese, tiene mi beneplácito para marcharse, cumpliendo así la última voluntad de vuestro tío.
Entonces el hijo mayor se arma de valor y dice:
- Padre, yo creo que me pertenece a mí este honor, puesto que soy el mayor de mis hermanos; por eso te ruego que me des dinero para gastar, mudas, armas y corcel, y sin tardanza partiré.
- Muy bien, querido hijo, si confías en que podrás abrirte camino hasta allí y crees que serás capaz de gobernar a otros, elige un caballo de las cuadras, coge el dinero que te haga falta, las mudas que te plazcan, las armas que mejor te sirvan y ve en paz, hijo mío.
Entonces el hijo del rey coge su hato, besa la mano de su padre, recibiendo de éste carta para el emperador, dice adiós a sus hermanos y luego monta y parte con gran regocijo hacia el imperio.
Pero el rey, queriendo tentarlo, se queda calladito y, al anochecer, viste a escondidas una piel de oso, luego monta en su caballo, sale ante su hijo por otro camino y se mete debajo de un puente. Y cuando fue a pasar el hijo del rey por allí, mira que al cabo del puente le aguarda un oso gruñendo. Entonces el caballo del hijo de rey empieza a brincar y a bufar que casi tira a su amo. Y el hijo de rey, sin poder domeñar más el caballo y sin valor de seguir adelante, se torna avergonzado a casa de su padre. Antes de que él llegara, el rey ya había llegado por otro camino, había soltado el caballo, había escondido esa piel de oso y estaba ahora esperando que viniera su hijo. Y mira que lo ve viniendo de prisa, pero no tan de prisa como se había marchado.
- Mas ¿qué se te habrá olvidado, querido hijo, que volviste? dijo el rey con asombro. Esta no es buena señal, por lo que yo sepa.
- De olvidar, nada he olvidado, padre, pero mira que, llegando a un puente, me salió delante un oso fiero, que me metió el miedo en el cuerpo. Y a duras penas escapando de sus garras, encontré apropiado retornar a tu casa, mejor que ser presa de las bestias salvajes. Y de ahora en adelante, por mí que vaya quien quiera, porque a mí no me hace falta ni imperio, ni nada; no voy a vivir por siempre para heredar la tierra.
- Mal no te lo has pensado, querido hijo. Se ve que no estás tú para emperador, ni el imperio para ti; y antes que engatusar a la gente, mejor quédate tranquilo, como dices, que, gracias al Señor: “donde hay charca, ranas no faltan”. Sólo quería saber qué hacemos con tu tío. ¡Cómo nos joroba la cobardía!
- Padre, dijo entonces el hijo mediano, que vaya yo, si quieres.
- Tienes mi beneplácito, hijo mío, mas mucho me temo que a ti también se te cortaran los caminos. Quien sabe en qué mala hora te saldrá delante algún conejo, o algo… y ¡caray! te veo volver a casa igual que tu hermano, pues entonces de las guapas será tu vergüenza. Pero bueno, prueba tú también, a ver qué suerte tendrás. Como dicen: “Cada cual con el sudor de su frente se gana el pan”. Si triunfas, olé, y si no, a otros valientes igual les pasó…
El hijo mediano entonces, preparándose el hato y recibiendo él también de la mano de su padre carta para el emperador, se despide de sus hermanos y la mañana siguiente ya parte. Y camina, y camina hasta caer la noche cerrada. Y cuando fue a cruzar el puente, mira tú por dónde sale el oso: ¡groar, groar, groar! El caballo del hijo de rey empieza entonces a bufar, a brincar y a volverse atrás. Y el hijo del rey, viendo que las cosas no van en broma, se olvida del imperio y, azorado, torna él también a casa de su padre. El rey, como lo ve, le dice:
- Eh, querido hijo, ¿verdad que se cumplió lo que dicen: “De gallinas me protege, que al perro no le temo”?
- ¿Qué dicho es este, padre?! habló el hijo avergonzado; ¿para ti los osos son gallinas? Ahora sí creo a mi hermano, que un oso como aquel una hueste entera sería capaz de despedazar… Aún me sorprende que  me haya salido con vida; basca me da el imperio y todo, pues, gracias a Dios, no me falta comida en tu casa.
- Comida ya veo yo bien que no te falta, de eso no hay duda, hijo mío, dijo el rey apenado, pero ahora decidme: ¿con la vergüenza qué hacéis? De los tres hijos que tengo, ¡¿qué ninguno sirva de nada?!
Entonces, a decir verdad, malgastáis la comida, queridos míos… Andar por allí en balde, toda la vida y alardear de ser hijos de rey, eso no es cosa de hombres… Por lo que veo, mi hermano se puede olvidar de vosotros; su deseo se cumplirá cuando las ranas críen pelo. ¡Vaya sobrinos que tiene! Como dicen:

Al puchero, yo primero,

Guerrear puede esperar.


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