jueves, 9 de abril de 2015

El Príncipe de la lágrima (tercera parte)

La Vieja del Bosque (o La Madre del Bosque)
 La luna había salido de entre las montañas y se reflejaba en un lago grande y claro como el sereno del cielo. En su fondo, por lo claro que era, se veía brillar una arena de oro; y en medio del lago, en una isla de corindón, rodeado de un bosque verde y frondoso, se alzaba un regio palacio de mármol como la leche, resplandeciente y blanco – tan resplandeciente que en sus muros se reflectaban como en un espejo de plata: arboleda y prado, lago y orillas. Un bote dorado dormía sobre las ondas claras del lago al lado de la puerta; y en el aire puro del atardecer salían vibrando desde el palacio sonidos magníficos y serenos. El Príncipe Encantador subió al bote y remando llegó hasta las escaleras de mármol del palacio. Cuando entró, en las bóvedas de las escaleras vio candelabros con centenares de brazos, y en cada brazo ardía una estrella de fuego. Se adentró en el salón. El salón era alto, sostenido por columnas y arcos, todos de oro, y en el medio había una gran mesa cubierta de blanco, con platos labrados cada uno de una sola perla enorme;  los nobles allí sentados en sillas de terciopelo rojo vestían ropas doradas y eran hermosos como los días de juventud y alegres como los bailes. Pero uno de ellos sobre todo, con la frente cercada de oro y diamantes, con magnífico ropaje, era más hermoso que la luna en una noche de verano. Sin embargo más hermoso era el Príncipe Encantador.
- ¡Sé bienvenido, Príncipe! dijo el emperador, había oído hablar de ti, pero nunca te había visto.
- Bien hallado, emperador, aunque me temo que no nos despediremos bien, porque he venido a luchar contigo por lo mucho que has maquinado en contra de mi padre.
- Yo no he maquinado en contra de tu padre, sino siempre en justo combate he luchado. Pero contigo no voy a luchar. Mejor que nos canten los trovadores y que los coperos nos llenen las copas de vino y nosotros que nos hermanemos de por vida.
Y se abrazaron los dos príncipes en los vítores de los boyardos, y bebieron e hicieron consejo.
Le dijo el emperador al Príncipe Encantado:
- ¿A quién más temes tú en este mundo?
- A nadie en el mundo, salvo a Dios. ¿Y tú?
- Yo tampoco temo a nadie, salvo a Dios y a la vieja del bosque, una arpía añosa y fea, que anda por mis tierras con la tormenta de la mano. Por donde pasa ella, la faz de la tierra se seca, los pueblos se desvanecen, las ciudades quedan en ruinas. La he perseguido yo para darle caza, pero nada he conseguido. Y para no perder todo mi imperio fui obligado a cerrar un acuerdo con ella y a darle como tributo a cada decimo hijo de mis súbditos. Hoy mismo vendrá a cobrarse el tributo.
Cuando llegó la medianoche, las caras de los comensales se entristecieron, porque cabalgando en la medianoche con alas de viento, con cara arrugada como de roca hueca y surcada de arroyos, con un bosque por pelo, bramaba a través del aire sombrío la loca vieja del bosque. Sus ojos – dos noches turbias, su boca – un abismo abierto, sus dientes – filas de piedras de molino.
Como se acercaba rugiendo, el Príncipe Encantado la cogió por la cintura y la pegó con todas sus fuerzas contra un gran cuenco de piedra; sobre el cuenco arrojó una peña que luego sujetó por todas partes con siete cadenas de hierro. La vieja chillaba dentro y se sacudía como un viento encerrado – pero de nada le servía.

Volvió al banquete; cuando, por las bóvedas de las ventanas vieron, bajo la luz de la luna, dos cerros alargados de agua. ¿Qué podía ser? La vieja del bosque, sin poder salir del cuenco, cruzaba las aguas llevándose el cuenco y surcaba la faz del lago en dos cerros. Y siguió corriendo, peñasco endiablado, abriéndose camino a través de bosques, surcando la tierra a lo largo, hasta que se perdió en el horizonte nocturno.

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