A unos días de
todo esto, el emperador dio un gran banquete en honor a su sobrino, e invitó al
banquete a los huéspedes más soberbios: emperadores, reyes, príncipes,
capitanes de huestes, alcaides de las ciudades y otros grandes del país.
El día del
banquete, las hijas del rey se pusieron a rogar al Barbilampiño por todos los
santos que dejara a Moro-Blanco servir en la mesa. Como no las quería agraviar,
el Barbilampiño llamó a Moro-Blanco delante de ellas y se lo asintió, pero
siempre que, durante el banquete, se quedara detrás de su amo y ni siquiera
levantara la mirada a los demás huéspedes, “que si lo pillaré desobedeciendo,
allí en el acto le corto la cabeza”.
- Oíste lo que
te dije, servo ruin, dijo el Barbilampiño, enseñándole a Moro-Blanco el filo
del alfanje en el que éste le había jurado fieldad y sumisión al Barbilampiño
al salir del pozo.
- Sí, amo,
contestó Moro-Blanco con humildad; estoy aquí para servir a tu alteza.
Las hijas del
rey agradecieron al Barbilampiño este poquito.
Ahora, justo en
medio del banquete, cuando los huéspedes, de tanto catar el vino, habían
empezado a achisparse un poco, mira que se ve un pájaro encantado que toca a la
ventana y dice con voz de mujer:
- ¡Coméis,
bebéis y os alegráis, pero en la hija del emperador Rojo ni pensáis!
Entonces, de
repente, a todos los comensales se les fueron las ganas y empezaron a hablar
cada uno lo que sabía y como lo entendía: algunos decían que el emperador Rojo,
por su corazón malvado, nunca se hartaba de derramar sangre humana; otros
decían que su hija era una bruja terrible, y que ella era la causa de tantos
sacrificios; otros reforzaban las palabras de los demás, diciendo que ella
misma había venido en forma de pájaro a tocar en la ventana, por no dejar ni aquí
a la gente en paz. Otros decían que, sea lo que fuere, ese pájaro no era trigo
limpio; y que lo tenía que haber mandado alguien sólo para fisgonear en casas
ajenas. Otros, más miedosos, se persignaban, ordenándole que se volviera en
contra de quien lo habrá mandado. En fin, unos decían una cosa, otros otra, y
muchas se decían sobre la hija del emperador Rojo, pero no se sabía cuántas
eran verdades.
Después de
escucharlos a todos con gran interés, el Barbilampiño meneó la cabeza y dijo:
- ¡Mal asunto
cuando uno tiene que tratar con hombres que temen hasta a sus sombras! Ustedes,
honrados huéspedes, se ve que pierden el tiempo, si no entienden de quién es
esta obra.
Y entonces el
Barbilampiño echa una ojeada a Moro-Blanco y, no sé cómo, lo pilla sonriendo.
- Así… ¿¡siervo
ruin que eres!? De modo que tú sabías algo sobre esto y no me lo dijiste. Que
me traigas ahora mismo a la hija del emperador Rojo, de donde sepas y como
sepas. ¡Anda, vete! Y no me falles, ¡que te borro de la faz de la tierra!
Moro-Blanco
entonces, preso de amargura, se fue a las cuadras a ver a su caballo y,
atusándole la crin y besándolo, dice:
- Mi querido
compañero, ¡en gran apuro me metió otra vez el Barbilampiño! Ahora urdió otra:
le tengo que traer a la hija del emperador Rojo de donde yo sepa. Esto es justo
como ese dicho: “A la mesa me senté, y aunque no comí, escoté”. Se ve que tengo
al huerco en la puerta. ¡Quién sabe qué más me podría pasar! Con el
Barbilampiño me las he apañado, mal que bien, hasta ahora. Pero con el hombre
rojo, no sé yo, te digo, lo que voy a durar. Y luego, ¡dónde estarán ese
emperador Rojo y su hija, de la que dicen que sería una bruja terrible, sólo
Pedro Botero lo sabrá! Parece que me persigue el diablo, ¡no acabo de salir de
una que caigo en otra! Se ve que me parió mi madre en mala hora, o no sé qué
más decir, por no pecar delante del Señor. Entiendo yo muy bien qué tendría que
hacer para acabar de una vez con todo esto. Pero me he acostumbrado a arrastrar
esta vida miserable. Como dicen: “Que no te dé Dios todo lo que puedas llevar”.
- Amo, dijo
entonces el caballo relinchando con afán, ¡no te quejes tanto! Que después de
la tormenta vendrá la calma algún día. Si la gente se quitase la vida por
cualquier cosa, como piensas tú, no habría más que muertos por todas partes…
¡No estés tan ansioso! ¿Cómo sabes que no se te arreglarán las cosas? El hombre
debe luchar lo mejor que pueda contra los reveses de la vida, porque hay un
dicho: “Logras en un momento más que en un año entero”. Que con vida y con
suerte, a todo le haces frente y sales sano y salvo de todo. Como dice la
canción:
Páreme, madre,
con suerte
Y me manda a la
muerte.
Confía en mí,
amo, que sé yo por donde llevarte al emperador Rojo: una vez me llevaron por
allí mis pecados, con tu padre en su juventud. Anda, monta en mí y agárrate
bien, que ahora mostraré mis poderes desde aquí mismo, a pesar del
Barbilampiño, para meterle veneno en el corazón.
Entonces
Moro-Blanco monta, y el caballo, relinchando una vez con fuerza, vuela con él:
Hasta el cielo
alto,
La bóveda de
cobalto;
luego coge
camino:
De la nube al
sol brillante,
Entre luna y
luceros,
Estrellas de
diamante.
Y después, al
rato, empieza a bajar suave como el viento, y caminando en tierra firme, se
marchan a su suerte, que Dios nos haga fuertes, que la historia se enreda, y de
ella mucho queda.
Pero vamos a ver
¿qué pasó en el banquete después de la salida de Moro-Blanco?
- ¡Caray! dijo
el Barbilampiño en sí, temblando de rabia: no supe yo qué bicho eras, ¡qué hace
tiempo te habría mandado al hoyo!... Pero viviendo y no muriendo, ¡te lo pagaré
yo, hermano!... Este alfanje te lo hará saber… ¿Eh, ahora lo veis, tío y
honrados huéspedes, cómo cría uno cuervos, para que luego le saquen los ojos?
Si yo también soy un hijo de diablo, ¡y aun así me engaño Moro-Blanco! Bien dijo
quien dijo: “Que donde está más fuerte la muralla, allí lleva el diablo la
batalla”.
En fin, el
emperador, sus hijas y todos los huéspedes quedaron de piedra, el Barbilampiño,
sin dejar de refunfuñar, no sabía cómo esconder su odio, cuanto a Moro-Blanco,
pensando en qué más le podría pasar, seguía adelante por sitios deshabitados y
difíciles de cruzar.
Y cuando fue a
atravesar un puente, mira por dónde una boda de hormigas cruzaba el puente al
mismo tiempo. ¿Qué podía hacer Moro-Blanco? Se queda él un rato meditando en
sí: “De pasar por encima de ellas, mataría un montón; de vadear, me temo que me
ahogaré, con caballo y todo. Pero aun así, es mejor vadear, como Dios quiera,
antes que quitar la vida de tantas criaturas inocentes”. Y rezando a Dios, se
tira al agua con el caballo, cruza nadando hasta la otra orilla, sin peligro
ninguno y luego sigue su camino adelante. Y como iba él caminando, mira que se
le aparece una hormiga voladora y le dice:
- Moro-Blanco,
porque eres tan bueno y nos perdonaste la vida, mientras cruzábamos el puente,
y no nos estropeaste la alegría, yo también quiero hacerte un favor: toma esta
ala, y si alguna vez te haré falta, enciende el ala que entonces yo con todo mi
pueblo vendremos a ayudarte.
Moro-Blanco,
guardando el ala con cuidado, le agradece a la hormiga la ayuda prometida y
luego sigue adelante.
Y camina él otro
rato, cuando de repente oye un zumbido sordo. Mira a la derecha, no ve nada;
mira a la izquierda, nada y menos; mas cuando mira hacia arriba, ¿qué ve? Un
enjambre de abejas daba vueltas volando por encima de su cabeza y se movían
como locas de un lado para otro, sin tener donde posarse. Viéndolas así, a
Moro-Blanco se le parte el alma de pena
y, quitándose el sombrero lo deja abajo en la hierba, boca arriba, y luego se
aparta. Entonces, fiesta de abejas; bajan todas y se apiñan en el sombrero. Muy
contento con esto, Moro-Blanco busca por todos los lados y no para hasta
encontrar un tronco podrido, lo ahueca como puede y le hace piquera; después
mete en él unos palitos, lo frota por dentro con albahaca, con mielga, con
melisa turca, con hierba gatera y con otras hierbas perfumadas y beneficiosas
para las abejas y luego, cargándolo a cuestas, se lo lleva cerca del enjambre,
vierte con cuidado las abejas del sombrero al tronco, lo vuelve despacio boca
abajo, le echa encima unas hojas de petasita, para que no le entren el sol y la
lluvia, y dejándolo allí en el campo, entre flores, prosigue por su camino.
Y como iba él
así, contento en su corazón por su obra, mira que le aparece delante la reina
de las abejas, diciéndole:
- Moro-Blanco,
porque eres tan bueno y te esforzaste en hacernos un hogar, yo también quiero
hacerte un favor alguna vez en mi vida: toma esta ala y, cuando te haga falta,
enciéndela, y yo enseguida vendré a socorrerte.
Moro-Blanco,
cogiendo el ala con alegría, la guarda con cuidado; luego, agradeciéndole a la
reina la ayuda prometida, parte, siguiendo su camino adelante.
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