Y caminan, y caminan,
larga senda, sin soltar rienda, tierras nueve, nueve mares y otros nueve
tablares, hasta que al fin llegan al imperio.
Nada más llegar,
el Barbilampiño se presenta delante del emperador con la carta del rey. Y el
emperador, al leer la carta, salta de alegría que le vino el sobrino, y en seguida
lo da a conocer ante la corte y ante sus hijas, quienes lo reciben con todos
los honores propios de un hijo de rey y heredero del emperador.
El Barbilampiño
entonces, viendo que los había engañado, llama a Moro-Blanco y le dice con
dureza:
- Tú no te
muevas de las cuadras y cuida bien de mi caballo, que si paso por allí y no me
gusta lo que veo, te arrepentirás. Por ahora, toma un tortazo, para que no se
te olvide lo que te dije. ¿Te has enterado?
- Si, amo, dijo
Moro-Blanco bajando la mirada.
Luego sale y va
a las cuadras. Con esto quiso el Barbilampiño mostrar su poder y hacer que
Moro-Blanco le tema aún más.
Las hijas del
emperador, que estaban presentes cuando el Barbilampiño abofeteó a Moro-Blanco,
sintieron pena por éste y le dijeron al Barbilampiño con ternura:
- Primo, lo que
haces no está bien. Si por la voluntad de Dios gobernamos sobre otros,
deberíamos mostrarnos misericordiosos con ellos, que los pobres también son
nuestros hermanos.
- Eh, queridas
primas, dijo el Barbilampiño con su habitual picardía; vosotras todavía no
sabéis como van las cosas en este mundo. Si no domásemos a las bestias, hace
tiempo nos hubieran degollado. Y debéis saber que muchos de los humanos son
bestias que hay que sujetar bien si quieres sacarles algún provecho.
Que luego… ¡al barranco
el mundo! Dios nos guarde de los pobres atrevidos. Como dicen:
Deme Dios que ni
pensé
Y luego me
quejaré.
Entonces las
doncellas cambiaron de asunto, pero en su corazón quedó grabada la mala
conducta del Barbilampiño, a pesar de ser pariente suyo, porque la bondad y la
maldad nunca se aúnan. Como dicen:
Las cepas en el
viñedo real
Y los juncos en el
pantanal.
Y desde ese día
empezaron a hablar entre ellas, que el Barbilampiño no ha salido nada a su
estirpe, ni de rostro, ni de bondad; mientras Moro-Blanco, su escudero, tiene
un porte más agradable y parece ser mucho más misericordioso. Tal vez les decía
el corazón que el Barbilampiño no era su primo, y por eso no lo podían tragar.
Tanto llegaron a odiarlo, que si fuese por ellas, hubieran echado al Barbilampiño
como a Pedro Botero. Pero no podían hacer nada por no disgustar al emperador.
Ahora, un día,
como estaba el Barbilampiño en un banquete con su tío, sus primas y más gente,
todos cuantos se encontraban por allí, les sirvieron al final unas lechugas
maravillosas. Entonces el emperador le dice al Barbilampiño:
- Sobrino, ¿has
comido alguna vez en tu vida lechugas como estas?
- No, tío, justo
te iba preguntar de dónde las tienes, ¡qué están muy ricas!... Un carro entero
me podría comer y no me cansaría.
- Te cree el
tío, sobrino, pero ¡si supieras con cuánta dificultad se consiguen! porque sólo
en la Huerta del Oso, si habrás oído hablándose de ella, se encuentran lechugas
de estas, y no hay muchos hombres que consigan cogerlas y luego salirse con
vida. Entre todos los hombres de mi imperio, un solo guardabosque se atreve a
hacerlo. Y aquel, él sabrá cómo se las arregla y me trae, de vez en cuando,
unas pocas para probarlas.
El Barbilampiño,
pensando librarse de Moro-Blanco como sea, le dice al emperador:
- Por Dios, tío,
si no me traerá mi criado lechugas de estas de donde sea, ¡mucho me
sorprendería!
- Pero ¿qué
hablas, sobrino? dijo el emperador; uno como él, forastero por estos lugares,
¿cómo piensas que podría hacer semejante hazaña? Tal vez quieras acabar con su
vida.
- Déjalo, tío, y
no te preocupes por él; apuesto que me traerá lechugas como estas, y muchas,
que ya me lo conozco yo.
En seguida llama
el Barbilampiño a Moro-Blanco y le dice con dureza:
- Ve ahora mismo
como puedas y tráeme lechugas de estas de la Huerta del Oso. Anda, sal deprisa
y márchate, que no hay tiempo que perder. ¡Y no pienses escaquearte, que ni en agujero
de rata te librarás de mí!
Moro-Blanco sale
abatido, se va a las cuadras y empieza a atusar a su caballo, diciendo:
- Eh, mi
caballito, ¡si supieras en que lío me he metido! ¡Dios bendiga a mi padre, que
bien me enseñó! ¿Ves cómo, por haberle faltado, acabé criado de bellaco y
ahora, quiera o no, tengo que obedecer, porque está en peligro mi cabeza?
- Amo, dijo
entonces el caballo; de ahora en adelante, hagas lo que hagas, lo mismo da: sé
un hombre y levanta el ánimo. ¡Monta a mi lomo y vámonos! Sé yo donde llevarte
y, ¡alabado sea Dios, nos sacará él de esto!
Moro-Blanco,
cogiendo un poco de coraje, monta y se deja en manos del caballo, donde quiera
que lo lleve.
Entonces el
caballo sale a paso, hasta que los pierden de vista. Luego muestra sus poderes,
diciendo:
- Agárrate bien
a mí, amo, que volaré suave como el viento, cruzando el firmamento. Grande es
Dios y maestro el diablo. ¡Tranquilo! ya le haremos morder el polvo a ese
Barbilampiño, a tiempo estamos.
Y en un
santiamén se alza el caballo con Moro-Blanco hasta las nubes, luego cogen
camino a través de la tierra: sobre los bosques volando, cimas de montes
cruzando, y sobre el mar llegando, hasta que bajan despacito sobre un hermoso
islote en medio del mar, cerca de una casita aislada, cubierta por una capa de
musgo de un palmo de alta, más suave que la seda y más verde que una rana de
San Antonio.
Entonces
Moro-Blanco desmonta y se queda asombrado cuando ve que lo recibe en el umbral
de la puerta la mendiga a la que le había dado un penique antes de salir de
casa.
- Eh,
Moro-Blanco, ¿verdad que se cumplió mi dicho, que se junta monte con monte, y
más aún hombre con hombre? Ahora debes saber que yo soy Santa Dominga y sé que aprieto
te llevó hasta mi casa. El Barbilampiño quiere tu cabeza pase lo que pase, y
por eso te mandó a traerle lechugas de la Huerta del Oso, pero algún día se le
acabará lo bueno… Quédate aquí esta noche y ya veré yo qué habrá que hacer.
Moro-Blanco se
queda de buena gana, dándole las gracias a Santa Dominga por su hospitalidad y
por el miramiento que le muestra.
- No yo, sino el
poder de la caridad y tu buen corazón te ayudan, créeme, Moro-Blanco, dice
Santa Dominga y sale dejando que se apacigüe.
Y nada más salir
Santa Dominga empieza a caminar descalza por el rocío y coge un regazo de
comino campestre al que hierve en un balde de leche dulce y otro de miel, luego
coge ese aguamiel y la lleva deprisa a
verterla en el pozo de la Huerta del Oso, pozo que estaba lleno hasta arriba de
agua. Y estando allí Santa Dominga otro rato cerca del pozo, mira por dónde
viene el oso hecho una furia y gruñendo feroz. Y llegando al pozo, en seguida
empieza a beber con anhelo y a chuparse los labios de la dulzura y el
saborcillo del agua. Luego para de beber y empieza a gruñir de nuevo; y otra
vez bebe un rato, y vuelve a gruñir, hasta que, al poco tiempo, empieza a
flaquear y preso del cansancio, cae al suelo y se queda dormido como un tronco.
Entonces Santa
Dominga, cuando lo ve así, enseguida se va y, despertando a Moro-Blanco en
medio de la noche, le dice:
- Viste deprisa
esa piel de oso que tienes de tu padre, coge este camino delante y cuando
llegues al cruce darás con la Huerta del Oso. Entonces salta dentro sin tardar
y llévate lechugas las que quieras y cuantas quieras, porque al oso lo apañé
yo. Pero si acaso ves que se despierta y arremete contra ti, tírale la piel de
oso y sal corriendo hacia mí lo más rápido que puedas.
Moro-Blanco hace
como le dice Santa Dominga. Y nada más llegar a la Huerta del Oso, empieza a
arrancar lechugas a su gusto hasta que junta un haz grande a no poder
levantarlo. Y cuando fue a salir con él de la huerta, se despierta el oso y ¡a
correr que se acaba el mundo! Viendo Moro-Blanco que la cosa se pone fea, le
arroja la piel de oso, luego corre todo lo que puede llevando el haz a cuestas,
hacia Santa Dominga y así sale a salvo.
Después, dándole
las gracias a Santa Dominga por toda su ayuda, le besa la mano, recoge las
lechugas, monta y parte hacia el imperio, marchándose a su suerte, que Dios nos haga fuertes, que
la historia se enreda y de ella mucho queda.
Y deshaciendo el
camino andado, llegó al imperio y le entregó las lechugas al Barbilampiño.
El emperador y
las doncellas, viendo tal cosa, mucho se sorprendieron.
-Eh, tío, ¿qué
me dices ahora?
- ¿Qué te voy a
decir, sobrino? Mira, si tuviera yo un criado como éste, en gran honor lo
tendría.
- Pues, ¿por qué
crees que me lo dio mi padre cuando salí de casa, si no por su virtud? dijo el
Barbilampiño; de no ser así no me lo llevaba, sólo para molestarme.
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