- En seguida se
os van a traer manjares y bebidas, dijo el emperador, a ver si podéis con todo;
que si no sois buenos comedores y bebedores, la liáis conmigo, ¡en serio os lo
digo!
- Si no hubiese
otro disgusto más que éste, majestad, dijo entonces Hambrón encogido de hambre.
- Y si os diera
Dios el buen pensamiento y largueza para traernos cuanta más vianda y bebida,
dijo Resecuzo, con la boca echando agua, que al comer y beber no hay nadie que
nos gane, sólo a trabajar no nos apresuramos.
A todo esto el
emperador no decía nada, y los escuchaba a disgusto, tragando nudos. Pero en
sí: “¡Bueno, bueno! Escupid vosotros al cielo, que en cabeza os caerá. Todo se
volverá contra vosotros”. Luego los deja allí y entra en casa.
En fin, en poco
tiempo les traen 12 carros de pan, 12 vacas asadas y 12 barriles de vino del
bueno, del que al beberlo te tambaleas, te brillan los ojos, se te traba la
lengua y empiezas a hablar turco sin saber palabra. Hambrón y Resecuzo les
dijeron entonces a los demás:
- Comed y bebed
vosotros primeros todo lo que podáis, ¡pero que no acabéis con todo si queréis
seguir con vida!
Por lo tanto,
Moro-Blanco, Friolón, Ojón y Pajar-Ancho-Largo se ponen a comer y a beber lo
que quieran. ¿Pero, qué va?, ni se notaba que habían comido y bebido; había
allí comida y bebida como para un ejército.
- Anda, apartaos
pringados, que no hacéis más que picotear, dijeron entonces Hambrón y Resecuzo
quienes estaban esperando con anhelo, muertos de hambre y de sed.
Entonces se pone
Hambrón a embucharse por la garganta un carro de pan y una vaca entera de un
bocado, y los zampaba y los tragaba como si nada. Cuanto a Resecuzo, abriendo
el fondo del barril, ¡glup! lo secaba de un sorbo; y deprisa y corriendo los
vació todos, uno a uno, hasta que no quedó ni gota de vino en las duelas.
Después de todo
esto, Hambrón empezó a gritar a todo pulmón que se moría de hambre y a tirarles
huesos a los criados del emperador allí presentes.
Y Resecuzo
gritaba él también que se moría de sed y tiraba listones y fondos de barriles a
todas partes, como loco.
Sintiendo el
ruido desde sus aposentos, el emperador sale al patio y cuando los ve empieza a
tirarse de los pelos de rabia.
- ¡Madre mía! Estos
son un castigo de Dios para arruinarme, dijo el emperador en sí, lleno de
amargura. Mucho me parece que di con la horma de mi zapato.
En esto, Moro-Blanco
da un paso al frente y otra vez se presenta ante el emperador, diciendo:
- ¡Larga vida a
vos, majestad! Ahora pienso que me daréis a la doncella, para que os dejemos tranquilos
y que nos marchemos, que el sobrino del emperador Verde nos estará esperando
con anhelo.
- Ya llegará la
hora, caballero, dijo el emperador con la boca chica. Pero antes, tened un
poquito de paciencia, que mi hija no es de aquellas que se consiguen así, como
sea. Vamos a ver. Es verdad que habéis comido y bebido cada uno como
diecisiete. Ahora tendréis que hacer algo de trabajo: mirad, os daré una fanega
de semillas de amapola, mezclada con una fanega de arena fina; y hasta mañana
por la mañana me tenéis que separar las semillas de un lado, una a una, y la
arena de otro lado; no quiero ver ni rastro de semilla entre la arena o de
arena entre las semillas de amapola, que rompemos las amistades. Si conseguís
llevar a buen cabo este trabajillo, ya hablaremos… Que si no, con las cabezas
pagaréis vuestra osadía ante mí y así vuestra desgracia servirá de lección para
otros.
Y marchándose el
emperador a sus asuntos, los dejó que se las arreglaran como supieran.
Moro-Blanco y
los suyos empezaron a encogerse de hombros, sin saber qué hacer.
- ¿Qué, os
parece broma? ¿Cómo vamos a perder el tiempo con nimiedades de éstas? ¡Vaya
hombre arisco, el emperador Rojo! dijo entonces Ojón. Yo, a decir verdad,
distingo muy bien las semillas de amapola entre los granos de arena. Pero haría
falta rapidez y boca de hormiga para poder agarrar, elegir y separar unas
naderías como éstas, en tan poco tiempo. Bien dijo quien dijo que hay que
alejarse del hombre rojo, que tiene al diablo en el cuerpo, ahora me doy
cuenta.
Moro-Blanco se acuerda
entonces del ala de hormiga, la saca de donde la tenía guardada, golpea el
pedernal y le prende fuego con un trozo de yesca. Y al rato, ¡milagro! De
pronto empiezan a fluir las hormigas a punta pala, mares y mares de hormigas,
algunas por debajo de la tierra, otras por encima y otras volando, que no se
acababan. Y en un tris separaron la arena de un lado y las semillas de otro
lado; por lo mucho que te esforzaras no podías encontrar ni rastro de amapolas
entre la arena, ni grano de arena entre las amapolas. Luego, al amanecer,
cuando está el sueño más dulce, que hasta la tierra duerme bajo uno, un
mogollón de hormiguitas de las más pequeñas se colaron en el palacio y se
pusieron a pinchar al emperador mientras dormía, hasta que lo dejaron frito. El
escozor lo despertó antes del alba, y no hubo manera de quedarse en la cama
hasta el mediodía, sin molestia ninguna, como tenía por costumbre. Y nada más
levantarse, empezó a rebuscar entre las sábanas, a ver que podía ser. Pero no
encontró nada de nada, porque las hormigas se habían esfumado; se habían
escabullido como si no existieran.
- ¡Hala, mira
qué manchas me salieron! Algo tenía que haber, digo yo. Pero, ¿quién sabe?... A
lo mejor me falla la vista, o habrá cambiado el tiempo, dijo el emperador; alguna
cosa así tiene que ser. Por ahora, vamos a ver si esos pringosos que me están
volviendo loco para que les diera a mi hija habrán separado las semillas de
amapola de la arena.
Cuando se acerca
el emperador y ve lo bien que habían cumplido con su orden, se llena de
alegría… Y, como no podía ponerles ninguna traba, se queda pensando.
Entonces
Moro-Blanco otra vez da un paso al frente y se presenta ante el emperador
diciendo:
- Altísima
majestad, ahora pienso que nos daréis a la doncella, para que os dejemos tranquilos
y que volvamos a nuestra casa.
- Ya llegará la
hora, caballero, dijo el emperador entre dientes, pero hasta entonces os queda
todavía trabajo; mirad que tenéis que hacer: mi hija se acostará esta noche
donde siempre, y vosotros la habéis de vigilar durante toda la noche. Y si
mañana por la mañana sigue allí, quizá te la dé; pero si no, tu castigo será
sin par… ¿Me has entendido?
- Alto y claro,
majestad, respondió Moro-Blanco, sólo si no habría mucho retraso, porque mi amo
me estará esperando y su irá caerá sobre mi cabeza por haber tardado.
- Tu amo es tu
amo, y lo que te haga él es cosa suya, dijo el emperador mirándolos de soslayo.
Aunque os desollara las cabezas, ¿qué más me da? Pero a mí no me falléis: vigilad
a mi hija como a las niñas de vuestros ojos, si os gusta la vida; que si no, por
lo astutos que seáis, acabaréis mal parados.
Después de todo
esto, el rey los deja confundidos y se marcha a lo suyo.
- Aquí debe
haber gato encerrado, dijo Friolón, meneando la cabeza.
- Y de los
grandes, terror de la noche y flecha que vuela del día, respondió Ojón. Pero no
podrá él campar a sus anchas, digo yo.
Por fin, en
cuatro palabras, cae la noche, la doncella se acuesta y Moro-Blanco monta
guardia en su misma puerta, mientras los demás se colocan en fila, uno a uno,
hasta la entrada, según les había ordenado.
Sobre la
medianoche, la hija del emperador se transforma en pájaro y pasa desapercibida
de los cinco primeros. Pero llegando donde hacía guardia Ojón, éste, el pobre,
la descubre y avisa a Pajar-Ancho, diciendo:
- ¡Ey!, la
hijita del rey nos la jugó. ¡Vaya demonio de niña! Se transformó en pájaro,
voló como una flecha por delante de los otros y ellos ni se enteraron. Luego, ¿qué?
Confía en ellos si quieres quedarte sin cabeza. De ahora en adelante, nadie más
que nosotros dos la podemos encontrar y volverla a su sitio. Guarda silencio y
vamos a por ella. Yo te enseñaré dónde se esconde, y tú atrápala como sólo tú
sabes, y tuércele un poquito el cuellecito, para que aprenda a engañar a la
gente.
En seguida se
marchar tras ella, y no andan mucho cuando Ojón ya dice:
- Mírala,
Pajar-Ancho, mira, allá detrás de la tierra, agachada tras la sombra del
conejo; ¡agárrala y no la sueltes!
Pajar-Ancho se
ensancha todo lo que puede, empieza a tentar entre la maleza y, cuando está a
punto de atraparla, ¡fiuuu! hasta la cima de una montaña y se esconde detrás de
una roca.
- Mírala allí,
en la cima de la montaña, detrás de esa roca, dijo Ojón.
Pajar-Ancho
entonces se alza un poco y empieza a hurgar detrás de las rocas; mas cuando
está a punto de atraparla, ¡fiuuu! otra vez y se esconde justo detrás de la
luna.
- Mírala,
Pajar-Ancho, mira allá, detrás de la luna, dijo Ojón; ojalá pudiera agarrarla
yo para darle un repaso.
Entonces
Pajar-Ancho se estira lo que puede y se alza hasta la luna. Luego, rodeando la
luna con los brazos, atina el pajarillo, lo agarra por la cola y casi le tuerce
el cuello. Éste se transforma entonces en doncella y grita asustada:
- ¡Perdóname la
vida, Pajar-Ancho, que te otorgaré honores y regalos reales, para que puedas
disfrutar!
- A punto
estuviste de otorgarnos honores y regalos reales, si no te viera yo cuando te
largaste, ¡bruja que eres! dijo Ojón. Ya sé que nos pegamos buena paliza
buscándote. Anda, mejor vete a la cama, que está rompiendo el alba. Y luego,
sea lo que Dios quiera.
La cogen cada
uno de un brazo y ¡tac-tac, tac-tac! al amanecer llegan al palacio y, colándose
con ella entre los guardianes, la obligan a volver en su alcoba por donde había
salido.
- Eh,
Moro-Blanco, dijo entonces Ojón, si no fuera por mí y por Pajar-Ancho, ¿qué
hubierais hecho? Ya ves como cada hombre tiene sus dones y sus borrones, pero
cuando sobran los dones, no se notan los borrones. Mal ibais acabando sin nosotros
vigilando. ¡Y con vuestras custodias, aquí se nos acababan los días!
Moro-Blanco y
los demás, sin poder decir nada, agachan la cabeza avergonzados y les agradecen
a Pajar-Ancho y al valiente Ojón por su cuidado.
En esto, mira
que viene el emperador rugiendo como un león, a comprobar qué tal está su hija,
y cuando la encuentra bien vigilada, no como pensaba él, le brillaban los ojos
de rabia, pero no pudo hacer nada.
Entonces
Moro-Blanco se presenta otra vez ante el emperador, diciendo:
- Altísima
majestad, pienso que ahora ya me daréis a la doncella, para que os dejemos tranquilos
y que nos marchemos a lo nuestro.
- Bueno,
caballero, dijo el emperador malhumorado; ya llegará la hora. Pero yo tengo
otra hija, prohijada, de la misma edad que mi hija; y no hay diferencia ninguna
entre ellas, ni de belleza, ni de estatura, ni de porte. Ven, y si reconocerás
a la mía de verdad, llévatela y marchaos de mi casa, que me tenéis frito desde
que llegasteis. Venga, que me voy a prepararlas, dijo el emperador. Tú sígueme,
y si la adivinas, bien por ti. Pero si no, ¡coged vuestros hatos y largaos de
mi casa, que no os puedo ver!
Se fue el
emperador y pidió que peinaran y vistieran igual a las dos doncellas, luego dio
orden a Moro-Blanco que viniera a adivinar cuál era su verdadera hija.
Moro-Blanco,
viéndose en apuro, no sabía qué hacer y cómo arreglárselas por no equivocarse
justo ahora, al final. Y parándose a pensar, confundido ante semejante lío, se
acuerda del ala de abeja, la saca de donde la tenía guardada, golpea el
pedernal y le prende fuego con un trozo de yesca. Y mira que en un tris le
aparece delante la reina de las abejas.
- ¿En qué puedo
ayudarte, Moro-Blanco? dijo ella, parándose en su hombro. Dime, que estoy lista
para servirte.
Entonces
Moro-Blanco empieza a contarle todo en detalle y la ruega, en nombre de Dios,
que le dé ayuda.
- No tengas
miedo, Moro-Blanco, dijo la reina de las abejas; te ayudaré yo a reconocerla
entre mil, si hace falta. Venga, entra en casa con coraje, que yo también
estaré allí. En cuanto entres, tómate un tiempo a mirar a las doncellas; y a la
que veas defendiéndose con el pañuelo, ésa es la hija del emperador.
Moro-Blanco,
entonces, entra con la abeja en el hombro a la sala donde estaba el emperador
con las doncellas, se queda un rato apartado y empieza a mirarlas a las dos. Y
mientras estaba él allí oteando sin moverse, la reina de las abejas vuela y se
posa en la mejilla de la hija del emperador. Ella entonces se asusta, empieza a
gritar y a defenderse con el pañuelo, como si la atacaran. A Moro-Blanco no le
hizo falta más: en seguida se le acerca, la coge de la mano y le dice al
emperador:
- Vuestra
majestad, ahora pienso que no me pondréis ninguna traba, porque hemos cumplido
con todo lo que nos habéis pedido.
- Por mi parte
te la puedes llevar ahora mismo, Moro-Blanco, dijo el emperador alterado y
amarillo de rabia y de vergüenza; si ella no fue capaz de acabar con vosotros,
que seas tú digno de someterla, porque ahora te la doy de todo corazón.
Moro-Blanco le
agradece y luego le dice a la doncella:
- Ahora ya nos
podemos marchar, que mi amo, su alteza el sobrino del emperador Verde, habrá
envejecido esperándome.

Y a un tiempo
salen la tórtola y el caballo, midiendo sus fuerzas en el vuelo, por arriba o
por abajo, según mejor les venía.
Pero la tórtola,
siendo más ligera, llega antes; y acechando cuando el sol estaba en el cenit y
las montañas descansaban un instante, se desliza más rápida que un rayo, coge
tres tallos de manzano dulce, agua viva y agua muerta, y luego como el rayo
vuelve. Y llegando al pie de la montaña, le sale delante el caballo, la para y empieza
a echarle piropos, diciéndole:
- Tórtola,
querida mía, regálame los tres tallos de manzano dulce, el agua viva y el agua
muerta, y vuelve tú a coger otros y luego me alcanzas por el camino, porque
eres más ágil que yo. Anda, no te lo pienses tanto y dámelos, que es por el
bien de mi amo y de tu ama, por mi bien y por el tuyo; y si no me los das, mi
amo estará en peligro y nosotros dos mal acabaremos.
La tórtola como
que no quería. Pero el caballo no se lo pregunta más veces; se apresura y le
quita el agua y los tallos, con permiso, sin permiso, y luego se los lleva
corriendo a la hija del emperador y se los entrega delante de Moro-Blanco.
Entonces, a Moro-Blanco se le llenó el corazón de alegría.
Viene la tórtola
dentro de un rato, pero ¿a qué?
- ¡Ay, taimada
que eres! dijo la hija del emperador; pronto me vendiste. Ya que lo hiciste,
anda, sal ahora mismo hacia el emperador Verde y avísale que llegaremos pronto.
La tórtola sale sin
tardar. Y la hija del emperador se arrodilla delante de su padre y dice:
- ¡Bendíceme,
padre, y queda con Dios! Se ve que así estaba escrito y no puedo hacer otra
cosa; tengo que marcharme con Moro-Blanco y en paz.
Después de todo
esto, coge lo que le hacía falta para el camino, luego monta en otro caballo
encantado y espera presta a salir. Y Moro-Blanco, juntando a su gente, monta él
también y así salen hacia el imperio, y se marchan a sus suertes, que Dios nos
haga fuertes, que la historia se enreda, y de ella mucho queda.
Caminaron y
caminaron, día y noche, no sabemos cuánto caminaron; y llegando a un sitio,
Friolón, Hambrón y Resecuzo, Pajar-Ancho-Largo y Ojón el encantado, paran todos
suspirando, y con gran dolor hablando:
- ¡Ve con Dios,
Moro-Blanco! Si fuimos malos, nos perdona, que a veces mala ayuda sirve mejor
que ninguna.
Moro-Blanco
agradece y se marcha muy contento. La doncella está sonriendo y la luna
resplandece. En sus almas aparece… ¿Qué podría ser? ¿Amor? ¡Como sol abrasador
que nació de la centella de un ojo encantador!
Y caminan ellos
otro rato, y cuanto más caminaban, más aturdido se sentía Moro-Blanco cuando
veía a la doncella tan joven, tan bella y tan llena de encanto.
Las lechugas de
la Huerta del Oso, la piel y la cabeza del ciervo se las había llevado a su amo
sin dudar. Pero a la hija del emperador Rojo no le dejaba el corazón
entregársela, que estaba loco por su amor. Ella era flor de rosa en el mes de
mayo, bañada en el rocío de la madrugada, acariciada por los primeros rayos del
sol, acunada por el soplo del viento y resguardada de la mirada de las
mariposas. O, como dirían en mi pueblo, más bella que una estrella; su belleza
brillaba más que el sol. Así que Moro-Blanco se derretía por su amor. Verdad
que ella también lo miraba de vez en cuando, y sentía como se movía algo en su
corazón… una ternura que no sabría nombrar. Como dice la canción:
¡Déjame y no me
dejes!
¡Márchate y no
te alejes!
o ¿cómo podría
decir por no equivocarme? Sólo sé que caminaban sin siquiera ver el camino, y
se les hacía corto el viaje y aún más corto el tiempo; el día les parecía una
hora, y la hora, un segundo; como suele pasar cuando viaja una con el amor a su
lado.
No sabía el
pobre Moro-Blanco lo que le estaba esperando en casa, que de saberlo hubiera
perdido las ganas.
Luego, como dice
esa canción:
¡Si supiera qué
me espera,
Ahora la vuelta
diera!
Pero ¿adónde voy
yo? Mejor os digo que la tórtola había llegado al emperador Verde y le había
avisado que venía Moro-Blanco con la hija del emperador Rojo.
El emperador
Verde empezó entonces los preparativos, como para la hija de un emperador, y
dio orden que salieran a recibirlos. Mientras, al Barbilampiño le rechinaban
los dientes y sólo pensaba en la venganza.
En fin, a largo
tiempo Moro-Blanco y la hija del emperador llegan al palacio.
Y cuando llegan
les salen delante el emperador Verde, sus hijas, el Barbilampiño y toda la
corte a recibirlos. Y cuando ve el Barbilampiño lo hermosa que es la hija del
emperador Rojo, se apresura a bajarla del caballo. Pero la doncella le planta
la mano en el pecho, lo empuja a lo lejos y dice:
- ¡Quítate de mi
vista, Barbilampiño! Que no estoy aquí por ti, sino por Moro-Blanco, quien es
el verdadero sobrino del emperador Verde.
El emperador
Verde y sus hijas de quedaron entonces asombrados por lo que oían. Y el
Barbilampiño, viendo que se le había descubierto el engaño, arremete contra
Moro-Blanco como un perro rabioso y le corta la cabeza de un golpe de alfanje
diciendo:
- ¡Toma, esto se
merece el que rompe su juramento!
Pero el caballo
de Moro-Blanco en seguida se abalanza sobre el Barbilampiño y le dice:
- ¡Hasta aquí,
Barbilampiño!
Y lo agarra por
la cabeza, vuela con él en lo alto del cielo y luego, soltándolo, se hace el
Barbilampiño mil pedazos hasta abajo. En todo este embrollo, la hija del
emperador Rojo pone deprisa la cabeza de Moro-Blanco a su sitio, la rodea tres
veces con los tres tallos de manzano dulce, vierte agua muerta para contener la
sangre y pegar la piel, luego lo rocía con agua viva y entonces Moro-Blanco al
momento resucita y, frotándose los ojo con la mano, dice suspirando:
- ¡Eh, qué sueño
más hondo dormí!
- Hubieras
dormido tú para rato, Moro-Blanco, si no fuera por mí, dijo la hija del
emperador Rojo, besándolo con ternura y devolviéndole el alfanje.
Luego se
arrodillan los dos ante el emperador Verde y se juran fieldad el uno al otro,
recibiendo de ese su bendición y el imperio entero.
Y después
empieza la boda, ¡alabado sea Dios!
Gentes de todas
partes a mirar venían,
El sol y la luna
del cielo les sonreían.
Y fueron
invitadas a la boda: la Reina de las hormigas, la Reina de las abejas y la
Reina de las hadas, ¡maravilla alabada de la isla encantada!
Y luego
invitaron a reyes, reinas y emperadores, a otra gente honrada, y a un
cuentacuentos de los pobrecillos, sin un duro en los bolsillos. ¡Mucha alegría
todos ellos sentían, incluso los pobres comían y bebían!
Duró la fiesta
años enteros, y dura todavía; quien pasa por allí bebe y come. Mientras que por
aquí, en nuestra tierra, quien tiene dinero bebe y come, mas quien no, mira y
se aguanta.