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En esa oscuridad densa y cerrada, el Príncipe veía albear una sombra de plata... |
- ¡A mí qué me importa de quién seas!, dijo él, me
basta con quererte.
- Si me quieres, entonces vamos a escaparnos, dijo
ella arrimándose más a su pecho, que si mi madre te encontrase, te mataría, y
si tú murieras, yo perdería la razón o moriría también.
- No tengas miedo, le dijo él sonriendo y
liberándose de su abrazo. ¿Dónde está tu madre?
- Desde que llegó se remueve dentro del cuenco en el
que la encerraste y trata de roer con los dientes las cadenas que la tienen
atada.
- No importa, dijo él y se apresuró a ver dónde
estaba.
- Príncipe, dijo la doncella mientras dos grandes
lágrimas brotaban de sus ojos – no vayas todavía. Deja que te enseñe como
vencer a mi madre. ¿Ves tú estas dos cubas? Una lleva agua, la otra poder. Vamos a cambiarlas de sitio.
Cuando mi madre lucha contra sus enemigos y se cansa, entonces grita: “¡Para y
vamos a beber un poco de agua!” Luego ella bebe poder, mientras que su enemigo
sólo agua. Por eso las cambiamos de sitio, ella no lo sabrá y beberá sólo agua
mientras luche contra ti.
Así lo hicieron.
Él corrió detrás de la casa.
- ¿Qué haces, vieja? le gritó.
La vieja, del enojo, se soltó del cuenco y rompió
las cadenas, alargándose fina y alta hasta las nubes.
- ¡Ah, seas bienvenido, Príncipe!, dijo ella,
volviendo a encogerse, ¡ven a luchar ahora y ya veremos cuál de nosotros es más
fuerte!
- ¡Vamos! dijo el Príncipe.
La vieja lo agarró de la cintura, se alargó
llevándolo hasta las nubes y luego lo tiró contra el suelo que se hundió hasta
los tobillos.
El Príncipe también la tiró y la hundió en la tierra
hasta las rodillas.
- Paremos a beber agua, dio la vieja del bosque ya
cansada.
Pararon y respiraron. La vieja bebió agua, el
Príncipe bebió poder y algo como los escalofríos de un fuego vivo le recorrieron
todos los músculos y todas las venas cansadas.
Con un poder redoblado sus brazos de hierro
agarraron a la vieja y la enterraron hasta el cuello. Luego la golpeó con la
maza en la cabeza y le reventó los sesos. Las nubes emblanquecieron el cielo,
el viento empezó a gemir frío y a sacudir todos los travesaños de la pequeña
casa. Serpientes rojas rompían con sus rayos las lindes negras de las nubes,
las aguas parecían ladrar y el trueno solo cantaba hondo como un profeta de la
perdición. En esa oscuridad densa y cerrada, el Príncipe veía albear una sombra
de plata, con el pelo de oro suelto, errando pálida con los brazos levantados.
Se le acercó y la cogió en sus brazos. Ella se desplomó como sin vida a su
pecho y las manos frías buscaron el calor de su piel. Para despertarla, él le
besó los ojos. Las nubes se deshacían en pedazos en el cielo – la luna roja de
fuego se vislumbraba a través de las aberturas desperdigadas; y el Príncipe
veía florecer dos estrellas azules, claras y asombradas – los ojos de su prometida.
La levantó en brazos y se la llevó corriendo por la tormenta. Ella había
apoyado la cabeza contra su pecho y parecía dormida. Cuando llegaron cerca del
jardín del emperador, él la asentó en el bote y la pasó sobre el lago como en
un columpio, arrancó hierba, heno bienoliente y flores del jardín y le hizo una
cama en la que la sentó como en un nido.
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