Me despierta mi
madre una mañana, ¡y anda que le cuesta!, luego me dice: “Levántate, gandul,
antes del amanecer; ¿quieres que te vuelva a tocar el cuco armenio y que te
huelle para que luego te vaya mal en todo el día?”… Porque así era como nos
engañaba mi madre con una abubilla que llevaba años haciendo su nido en un tilo
viejo y hueco de la cuesta donde vivía mi tío Andrei, el hermano más joven de
mi padre. En el verano enseguida se la oía: “¡Up-up-up! ¡Up-up-up!” de
madrugada, todos los días, que resonaba el pueblo entero. Y nada más despertarme,
me manda mi madre al campo a llevarles comida a unos gitanos cuchareros que
teníamos empleados para cavar, justo al Valle-Seco, cerca de Topolita. Y cuando
salgo, ya empiezo a escuchar a la abubilla cantando:
- ¡Up-up-up!
¡up-up-up! ¡up-up-up!
Entonces, ¿qué
se me ocurre a mí? dejo el camino y tuerzo hacia el tilo, con intención de
atrapar la abubilla, porque me daba mucha rabia; y no tanto por hollarme como
decía mi madre, sino porque me despertaba todos los días antes del alba por su
culpa. Al llegar delante del tilo, dejo la comida abajo en el camino, en la
cima de la colina, me subo despacito al tilo, que te dormía con el olor de… las
flores[1], meto
la mano en el hueco, por donde sabía, y, ¡mi día de suerte!... atino la
abubilla sentada encima de los huevos y pienso tan contento: “¡Calla,
hermanita, que te he pillado! ¡a partir de ahora hollarás tú al diablo!” Y
cuando estaba a punto de sacar la abubilla afuera, no sé qué pasa, que me
asusto de su cresta abanicada, de las plumas, porque nunca antes había visto
abubillas, y la vuelvo a soltar en al hueco. Me quedé sopesando en mi mente que
serpiente con plumas no podía ser, como había oído yo a la gente decir que se
hallaban a veces serpientes en los huecos de los árboles, así que me doy ánimos
yo mismo y vuelvo a meter la mano para sacar la abubilla, pase lo que pase…
pero ella, la pobre, se ve que de miedo se había agazapado en las entrañas del
árbol, porque no hubo forma de hallarla; como si se hubiera esfumado. “¡Vaya
lío que he liado!” digo yo con rencor, luego me quito el sombrero y lo emboco
en la abertura del hueco. Y después bajo del árbol, busco una losa apropiada,
vuelvo a subir con ella al tilo, quito el sombrero y en su lugar dejo la losa,
pensando que, para cuando iba a volver yo del campo, habrá salido la abubilla
de donde estaba escondida. Luego bajo otra vez y salgo corriendo a llevarles la
comida a los cuchareros… Pero por mucho que haya corrido, ya había perdido un
montón de tiempo vagando Dios sabe por dónde y buscando a tientas la abubilla
en el hueco del tilo, así que no es de extrañar que los cuchareros rabiaban de
hambre esperándome. Que luego, como dicen: “Cuando tiene hambre, el gitano
canta; el hidalgo camina con las manos a la espalda, mas nuestro campesino
quema su pipa y hierve en sí”. Nuestros cuchareros igual: cantaban a todo
pulmón en medio del campo, apoyados en el astil del azadón, con ojos turbios de
tanto mirar a ver si les llegaba la comida de alguna parte. Sobre el mediodía
aparezco yo por detrás de un cerro, con la comida fría, andando despacito y
como sin ganas ya que los escuchaba canturreando así de animados… Entonces se
abalanzaron como dragones sobre mí y a punto estuvieron de tragarme si no fuera
por una gitanita jovenzuela que había entre ellos y que se puso de mi parte.
- ¡Isna, manus![2]¡parad
ya! ¿Qué reñís al chaval? ¡Si tenéis algo que partir, es con su padre, no con
él!
Entonces los
cuchareros dejaron de meterse conmigo y se pusieron a comer, callados
calladitos. Y cuando veo yo que me salgo con la mía, me cojo la alforja con los
cuencos, salgo de vuelta hacia el pueblo, tuerzo otra vez por donde el tilo, me
subo al árbol, pego la oreja a la abertura del hueco y oigo algo revolviéndose
allí dentro. Quito entonces la losa con cuidado, meto la mano y saco la
abubilla agotada de tanto esfuerzo; mas cuando quise coger los huevos, estaban
todos hechos tortilla. Después de todo esto vuelvo a casa, ato la abubilla por la
pata con una cuerdecilla y la oculto unos dos días en el desván, dentro de unas
barricas tronchadas para
que no la encuentre mi madre; y cada dos por tres iba donde la abubilla, que se
preguntaban los de la casa que por qué subía al desván tan a menudo. Pero el
día después veo a la tía Marioara, la del tío Andrei, que viene a casa echando humo, y empieza a reñir
a mi madre por mí:
- ¿Has oído en
tu vida algo parecido, comadre? decía mi tía con pesar. ¿Qué robe Ion la
abubilla que lleva tantos años despertándonos cada mañana para ir a trabajar?
Y estaba apenada
sobre medida, a punto de saltarle las lágrimas, mientras lo decía. Ahora me doy
cuenta que llevaba razón la tía, porque la abubilla era el reloj del pueblo. Pero
mi madre, la pobre, no tenía ni idea de todo esto.
- ¿Qué hablas,
comadre?! Lo mataría si me enterara que había atrapado a la abubilla para
atormentarla. ¡Menos mal que me lo dijiste, que a partir de aquí me encargo yo
de sacudirlo como es debido!
- No tengas duda
ninguna, comadre Smaranda, dijo mi tía, ¡que nada se libra de ese desvergonzado
tuyo! ¡Y no hay más que hablar! Me lo han dicho a mí los que lo han visto que
fue Ion quien la cogió; ¡me juego el cuello!
Como estaba yo
escondido en el trastero, nada más oír tal cosa subo de prisa al desván, agarro
la abubilla de donde estaba, salgo con ella por debajo del alero y no paro
hasta el mercado de reses, a venderla, porque era justo un lunes, día de
mercado. Y llegando a la plaza, empiezo a caminar orgulloso entre las gentes
por arriba y por abajo, con la abubilla en la mano; como que ¿no era yo ahora
un vástago de mercader? Un viejo loco con una vaquilla atada con cuerda, no
tiene otra cosa que hacer:
- ¡En venta,
hermano!
- ¿Y cuánto
pides por ella?
- ¡Lo que me
quiera dar usted!
- ¡Trae aquí que
la sopese!
Y nada más
ponérsela en la mano, el endiablado finge buscar si está con huevo y le desata
bien bonito la cuerdecita de la pata; luego me la tira hacia arriba diciendo: “¡Vaya
mala suerte, que se me escapó!” La abubilla ¡fiuuu! encima de un chiringuito y
después de descansar un momento coge su camino de vuelta a Humulesti y me deja
desconsolado con lágrimas en los ojos, mirando detrás de ella… Entonces yo ¡zas!
me agarro al gabán del viejo para que me pague el ave…
- ¿Qué te crees
usted, hermano? ¿Juegas con la mercancía de la gente? ¿Si no pensabas comprar,
por qué la soltaste? ¡Ni con esta vaquilla te llega para pagarme! ¿Lo pillas?
¡No te lo tomes en broma! Y me metía delante del viejo y montaba un alboroto
que se había juntado la gente alrededor de nosotros como al espectáculo; ¡al
fin y al cabo eso era una feria!
- ¡Veo que no te
falta valor, chavalín! dijo el viejo al cabo de un rato, sonriendo. ¿En qué te
basas que te pones tan gallo, hijito? ¿No quisieras quitarme la vaquilla como
pago por un cuco armenio? ¡A lo mejor te pica la espalda, por lo que veo,
chavalín, y enseguida te arrasco si quieres, es más, ¡te doy de leña, si me
quieres creer, que te llegue hasta decir “válgame Dios” cuando salgas de mis
manos!
- Deja tranquilo
al chico, hermano, dijo uno de Humulesti, que es hijo de Stefan el de Petrea,
hacendado de nuestro pueblo, y te vas a buscar un buen lío con él por esto…
- ¡Eh, qué Dios
lo guarde, es buena gente! ¿Te crees que no nos conocemos con Stefan el de
Petrea? dijo el viejo; hace nada lo vi andando por el mercado con el codo[3] bajo
el brazo, buscando paño para comprar, según es su negocio, y debe de estar por
aquí cerca, o en algún chiringuito, bebiendo la propina. Pues ¡menos mal que sé
ahora de quién eres, chavalín! espérate un ratito, que enseguida te llevo donde
tu padre y ya veré si ¿fue él quien te mandó a vender abubillas para mancillar
el mercado?
¡Hasta aquí
hemos llegado! Cuando lo oigo hablando de mi padre, enseguida se me cerró el
pico. Luego poco a poco me escurrí entre
las gentes y eché a correr hacia Humulesti, mirando siempre para atrás a ver si
no me alcanzaba el viejo. Que tenía ahora prisas en librarme de él. Como dicen:
“¡Déjame, hombre! ¡Lo dejaría, pero es que ahora no me deja él a mí!” Justo así
me había pasado; es más, contento estaba de librarme sólo con esto. “Ojalá no
me fuera peor con mi madre y con la tía Mariuca”, pensaba, mientras el corazón
me latía como burro sin mecate de miedo y de cansancio.
Al llegar a casa
me entero de que mi padre y mi madre se habían ido al mercado; y mis hermanos
me dicen con gran susto que la cosa está muy mal con la tía del hermano Andrei:
ha levantado el pueblo entero en pie de guerra por culpa de la abubilla del
tilo; dice que se la habíamos quitado nosotros, y a mi madre todo esto la dejó
muy apenada. Ya sabes que la tía Mariuca es de las que te sacan el alma, no es
una mujer de buena fe, como la tía Anghilita del hermano Chiriac, ¡y no hay más
que decir! Y mientras me estaban contando con inquietud, de repente oímos
cantar en el tilo:
- ¡Up-up-up!
¡up-up-up! ¡up-up-up!
Mi hermana
Catrina dice entonces con asombro:
- ¡Toma ya,
chache! Por Dios, ¡cómo son algunos que acosan a la gente sin tener culpa
ninguna!
- ¡De verdad que
sí, hermanita!... Pero en mi mente: “¡Ay si supierais vosotros todo lo que
sufrió, la pobre, por mi culpa, lloraríais de pena!”
Pero Zahei[4] nos
dejó hablando y se fue al mercado a buscar a mi madre para contarle la buena
nueva sobre la abubilla…
Y el día
después, martes, justo el primer día de ayuno antes de San Pedro, preparó mi
madre un horno lleno de tortas y de bollos, luego emparrilló unos pollos
tiernos y los rebozó en mantequilla, y sobre la hora del almuerzo llama a la
tía Mariuca del hermano Andrei a casa y le dice de todo corazón:
- Dios mío,
cuñadita, ¡cómo puede enfadarse la gente por nada y menos, haciendo caso a las
malas lenguas! ¡Mejor ven, hermana, a comer algo de lo que Dios nos ha dado, a brindar
con un vaso de vino por la salud de nuestros paisanos y: “¡Que los males se olviden y los buenos se
conviden; la cizaña perezca y trigo limpio crezca!” Porque si te dejas amargar
por lo que sea, ¡Dios sabe que llegas a perder los estribos!
- Así es,
querida cuñada, dijo la tía Marioara encogiéndose de hombros asombrada,
mientras se sentaba a la mesa. ¿Has visto? ¡Cualquiera se atreve a confiar otra
vez en los dichos de la gente!
Luego empezamos
todos a comer. Y no sé qué hacían los demás, pero yo me he llenado bien la
barriga, para que me dure el día entero. Y después de levantarme de la mesa, ¡corre
que te pillo hasta el río a bañarme!; y me tiro valiente desde una orilla alta
al charco, pero caigo por error tripa abajo, que vi las estrellas de dolor; y
pensé que de verdad se me había reventado la panza. Cuando salí con mucha
dificultad del agua y me eché sobre la orilla apretándome las manos sobre el vientre,
los chicos me rodearon mogollón y me enterraron en arena, y me dijeron la misa
de los muertos lo mejor que sabían, pero aun así tardé una hora en recuperar el
aliento; luego empecé a bañarme tranquilo hasta después del atardecer, intentando
llegar a casa cuando volvían las vacas y diciéndole a mi madre que al mediodía se
le habían escapado al pastor justo las nuestras fuera de la cerca y que yo
solito las había llevado a pastar, y que por eso había tardado hasta estas
horas. Luego mi madre, buena cristiana que se creía tal cual todas mis patrañas
como signos en la tarja, así como se las contaba entre zalamerías, me alabó por
mi hazaña y me dio de comer. En cuanto a mí, me hacía el santo mientras tragaba
más que un lobo y me reía en silencio, casi asombrado de la astucia con la que había
encajado tales mentiras, que casi-casi me daba ganas de creérmelas yo mismo.
A menudo se
puede engañar uno de esta forma si no tiene buen conocimiento. Pero luego también
digo que: “¡La experiencia es la madre de la ciencia!"
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