Y luego
desnatando la leche de los pucheros, ¡qué atracón dábamos!
Cuando mi madre
ponía leche a cuajar, yo, aunque fuera día de ayuno como si no, al segundo día
ya empezaba a chupar la natilla de por encima; y seguía así todos los días
hasta que daba con la cuajada. Y cuando mi madre miraba los pucheros para
recoger la nata, ¡recoge, Smaranda, si te queda algo!…
- Quizá las
brujas[1] hayan
robado el vigor[2]
de las vacas, madre, decía yo sentado de cuclillas y con la lengua fuera
delante de mi madre, abajo entre los pucheros.
- Ay, Señor, si
cogiese yo a ese brujo entre los pucheros algún día, decía mi madre mirándome
de reojo, ¡cómo lo apañaría! ¡La hermana del clavo[3] lo
repasará que no podrán sacarlo de mis manos ni todo el clan de los brujos y las
brujas del mundo entero!... El brujo que haya comido la nata se conoce por la
lengua… ¡A decir verdad, en toda mi vida he aborrecido al hombre taimado y
rastrero, querido hijo! Y que sepas que Dios no ayuda a quien anda robando, sea
cosas de abrigo, como de comida o de lo que fuera…
“¡Anda, ahora,
las indirectas del padre Cobos!” digo yo en mí, que no era tan estúpido como
para no entender adónde iba la cosa.
¡Y luego con el
hermano Chiorpec el zapatero, nuestro vecino, qué lío tenía! Aunque, a decir
verdad, el lío lo tenía él conmigo; que cada dos por tres me iba a su casa y lo
machacaba a que me diera correas para hacerme un látigo. Y la mayoría de las
veces me encontraba al hermano Chiorpec embetunando las botas con alquitrán del
bueno, que deja el cuero suave como el algodón. Y cuando veía el hombre que no
había manera de librarse de mí por las buenas, me agarraba por la barbilla con
la mano izquierda, mientras que con la derecha mojaba el brochón en el tarro de
alquitrán y me pegaba un buen pintarrajo por encima del morro que se partían de
risa todos los aprendices de la zapatería. Y cuando me soltaba, salía yo
corriendo hasta casa, llorando y escupiendo por diestro y siniestro.
- ¡Mira, mamá,
lo que me hizo el demonio de Chiorpeci!...
- Ay, Señor, como
si se lo hubiera enseñado yo misma, decía mi madre con pesar; le invitaré
cuando lo vea; que por donde vas te pones más pesado que una vaca en brazos y sacas
a la gente de quicio con tus desvergüenzas, ¡pordiosero que eres!
Cuando la oía yo
hablando así, me lavaba bien la boca y me buscaba la vida… Y al rato se me
pasaba el enojo y ¡venga otra vez donde el hermano Chiorpec a pedir correas!
Ese, cuando me veía entrando por la puerta, ya me decía con ganas: “¡Eh, eh!
¡Bienvenido, sochino[4]!” Y
otra vez me embetunaba haciendo que se rieran de mí; luego yo otra vez corría a
casa llorando, escupiendo y maldiciéndolo. Lo que tenía que sufrir mi madre por
este motivo…
- ¡Ay! si
llegara el invierno para meterte a estudiar en algún sitio, decía mi madre, y
pedirle al maestro que no me devolviera de ti más que la piel y los huesos…
Un día de
verano, cerca de Pentecostés, me escabullo de casa sobre el mediodía y me voy a
casa del tío Vasile, el hermano mayor de mi padre, a robar cerezas; que sólo en
su casa y en algún sitio más del pueblo había cerezos tempranillos que medio
maduraban para el Domingo de Pentecostés. Y me preparo yo de antes un plan para
que no me pillen. Primero entro en casa y finjo pedir permiso para que venga
Ioan conmigo a bañarnos al río.
- Ion no está,
dice la tía Marioara; se ha ido con tu tío Vasile bajo las murallas a una
bordadora de Condreni para traer unos gabanes.
Porque debéis
saber que en Humulesti hilan tanto las mozas como los mozos, las mujeres como
los hombres; y se teje mucha tela de gabán, gris y negra, que se vende como
paño o ya cosida; tanto allí en el sitio, a los comerciantes armenios, venidos
a posta de otras villas – Focsani, Bacau, Roman, Targu-Frumos y otros lugares,
como en los mercadillos de todas partes. Sobre todo con eso se mantienen los de
Humulesti, campesinos libres sin tierras, y con el comercio de a pie: reses,
caballos, cerdos, ovejas, queso, lana, aceite, sal y harina de maíz; gabanes
largos, hasta las rodillas y cazadoras; pantalones, bombachos, camisas,
cobertores y alfombras floridas; velos de seda fina, y otras cosas, que se
llevaban los lunes para venderlos al
mercadillo, o los jueves a los monasterios de monjas, a las que el mercadillo
se les hace pesado.
- Pues entonces,
¡queda con Dios, tía Marioara! como te digo; y siento que no esté el primo Ion
en casa, que mucho me hubiera gustado ir juntos a bañarnos… Pero en mí: “¿A que
me lo apañé bien apañado? menos mal que no están; y si tardan en volver, ¡mejor
aún!”…
Y, sin mucha
habladuría, beso la mano de la tía, me despido como un buen chico, salgo de
casa y hago como que me voy al río, me deslizo por donde puedo y al momento
acabo subido en el cerezo de la mujer y empiezo a echar cerezas en la pechera,
verdes, maduras, como sea. Y como estaba preocupado esforzándome a acabar
cuanto antes lo que hiciera, mira que la tía Marioara se acerca al tronco del
árbol con una vara en la mano.
- Pero, bueno,
trasto, ¿aquí tienes tu río? dijo ella mirándome fijamente; ¡bájate p’ abajo,
bandido, que te voy a dar una lección!
¡Pero cómo
bajar, que abajo estaba la perdición! Y cuando ve ella que no bajo y no bajo,
¡zas! me tira dos o tres terrones, pero sin alcanzarme. Luego empieza a trepar
por el cerezo arriba diciendo: “Espera tú, desvergonzado, ¡que ahora mismo te
da Marioara un buen repaso!” Entonces yo me deslizo hacia una rama más baja, y
en seguida salto en medio de una parcela de cáñamo que se extendía por delante
del cerezo y estaba tierna y alta hasta la cintura. La loca de tía Marioara, a
perseguirme, y yo como un conejo a través del cáñamo, y ella detrás de mí hasta
la valla del fondo de la huerta que no me daba tiempo de saltar, así que me
volvía para atrás, siempre por el cáñamo, siempre corriendo como un conejo, y
ella detrás de mí hasta llegar frente al patio por donde tampoco me era fácil
saltar; por los lados, otra valla, ¡y la roñosa de mi tía no dejaba de acosarme
ni loca! ¡Casi-casi me atrapa! Y yo corriendo, y ella corriendo, y yo
corriendo, y ella corriendo, hasta que dejamos todo el cáñamo tumbado al suelo;
porque, a decir verdad, había allí unas diez-doce áreas de cáñamo, hermoso y
espeso como la cerda, que se echó todo a perder. Y después de cumplir nosotros
con la faena, no sé cómo se enrolla la tía en el cáñamo, o tropieza con algo, y
se cae al suelo. Yo, entonces, doy unos dos saltos más ajustados, me tiro por
encima de la valla que parecía como si ni la hubiera tocado, y me esfumo, yendo
para mi casa y portándome muy bien ese día…
Pero luego al
anochecer, toma que viene el tío Vasile con el regidor y el guarda, llama a mi
padre a la puerta, le explican el asunto y lo llaman para que esté presente
cuando iban a valorar el cáñamo y las cerezas… porque, a decir verdad, el tío
Vasile era un tacaño y un agarrado igual que la tía Marioara. Como dicen: “Dios
los crió y ellos se juntaron”. Pero de nada me sirve tanta habladuría: ¿quién
puede mandar sobre el trabajo de otro? El daño estaba hecho y el culpable tenía
que pagar. Como dicen: “No paga el pudiente, sino el delincuente”. Así le tocó
a mi padre: pagó la multa por mí, y ¡ya está! Y cuando volvió avergonzado de
pagarla, me dio una azotaina de las buenas, diciendo:
- ¡Toma!
¡hártate de cerezas! ¡A partir de ahora que sepas que he perdido toda confianza
en ti, descarado! ¿Cuántos más daños me tocará pagar por tu culpa?
Y así me pasó
con las cerezas; rápido y sin retraso se habían cumplido las palabras de mi
madre, la pobre: “Que Dios no ayuda a quien anda robando”. Pero, ¿de qué más te
sirve la penitencia después de muerto? ¿Y mi vergüenza, qué hacer con ella?
¿Cómo iba a volver a mirar a los ojos de mi tía Marioara, del tío Vasile, del
primo Ion y de los mismos chicos y chicas del pueblo; sobre todo los domingos,
en la iglesia, al baile donde da gusto mirar, y al río, al Pasto del Cuco donde
se encontraban los mozos y las mozas, deseosos de verse después de una semana
de trabajo?
Así pues, había
dado nombre por la faena que había liado, que no podía ni dejarme ver de
vergüenza; sobre todo ahora cuando se habían levantado algunas mozas
bonitas en nuestro pueblo y empezaban a trastornar
mis pensamientos. Como dicen:
- ¿Ioan, te gustan
a ti las mozas?
- Me gustan.
- ¿Y tú a ellas?
- ¡Y ellas a mí!...
Pero, ¿qué otra me
quedaba?... Ya pasará esto también; cara dura y dejarla olvidada, como muchas otras
cosas que me han pasado en mi vida, no en un año o dos y tampoco todas a la vez,
sino en muchos años y una a una como esperando al molino. Y aunque me guardaba,
a desganas, de hacer ninguna travesura, era como si me empujase el diablo que justo
entonces las hacía sin número.
¡Anda que tardé mucho! ¡Justo después de lo de las cerezas me meto en otro lío!
[1]
Creanga usa aquí la palabra strigoaice,
derivado femenino (plural) de strigoi
que significa tanto muertos vivientes, como personas nacidas bajo una mala
estrella, condenadas a transformarse en animales por la noche y a jugar malas
pasadas a los vecinos.
[2]
Las strigoaice robaban la mana de las vacas, es decir la fuerza
vital. Creanga utiliza esta misma palabra mana,
que en rumano no se percibe como neologismo.
[3]
La vara.
[4]
En rumano nepurcel, de nepot (“sobrino” o “nieto”) y purcel (“cochino”).
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