sábado, 25 de julio de 2015

Recuerdos de la infancia (7)



La tradición del "aradillo"

Qué le importa al niño cuando la madre y el padre piensan en los aprietos de la vida, en qué podría traer el día de mañana, o cuando los atormentan otros pensamientos llenos de amargura. El niño, montado en su palo, se piensa estar montando un caballo de los más espléndidos, que lo lleva corriendo alegre, y al que azuza con el látigo, y maneja las riendas como si fuera de verdad, y le grita a todo pulmón que te deja sordo; y si se cae, dice que lo ha tirado el caballo, luego en el palo se descarga la furia hecha y derecha…
Así era yo mismo a esa feliz edad, así creo que han sido todos los niños, desde el principio del mundo, digan lo que digan.
Cuando mi madre ya no podía más de lo cansada que estaba y se echaba un rato a descansar por la tarde, justo en ese momento nosotros, los chicos, poníamos la casa patas arriba. Cuando volvía mi padre por la noche del bosque de Dumesnicu, helado de frío y cubierto de escarcha, nosotros lo asustábamos saltándole a la espalda en la oscuridad. Y él, aunque fuese muy cansado, nos cogía uno a uno como jugando a pillapilla, nos aupaba hasta el techo diciendo “¡Upa, upa!” y siempre nos besaba a cada uno. Luego después de encender el quinqué, cuando mi padre se disponía a cenar, nosotros sacábamos los gatos de sus nichos y de sus rincones y los desgreñábamos y los regañábamos delante de él todo lo que podíamos, que no conseguían escapar de nuestras manos hasta que no nos arañaban y nos escupían.
Secuencia de la película "Recuerdos de la infancia"
- ¡Y tú los sigues aguantando, hombre!, decía mi madre, ¡y los sigues mimando! ¿Verdad?... ¡Ay va! ¡os han dado lo merecido, granujas sinvergüenzas que sois! que ningún animal puede cobijarse en esta casa por vuestra culpa… ¡Mira, si hoy no os he zurrado, dais el ataque entre esos gatos y os pasáis de la raya. ¡Anda! ¡Cuidado con propasarse! ¡En seguida descuelgo la vara de la viga y os corro a hostias hasta que os canséis!
- Déjalos ya, mujer, déjalos, que se alegran de verme, decía mi padre mientras nos acunaba. ¿Qué saben ellos? Leña hay en el bosque, tocino y harina no faltan en la cámara; queso en la cuba, tampoco; repollo en el barril hay, ¡gracias a Dios! Que tengan ellos salud para comer y jugar ahora, mientras sean pequeñines; porque ya se les pasará la travesura cuando se hagan mayores y los colmarán los desvelos; no te preocupes, que de esto no se van a librar. Y luego, ya sabes lo que dicen: “Si es niño, que juegue; si es caballo, que tire; y si es cura, que lea…”
- A ti, hombre, dijo mi madre, qué te cuesta hablar, que no estas con ellos en casa todo el día, y no te sacan de quicio, ¡ojalá se los tragara la tierra, Dios me perdone! ¡Si viniera el verano de una vez, para que salgan a jugar fuera, que estoy harta de ellos hasta las narices! Cuantas diabluras les pasan por la cabeza, todas las hacen. ¡Cuando empieza a sonar el simandrón[1] en la iglesia, tu Zahei el muy sabio corre él también fuera y empieza a golpear los cercos del telar, que crujen las paredes de la casa y tiemblan las ventanas! Mas el endiablado de Ion, con el cencerro de las ovejas, la tenaza y el pincho, monta un griterío y un alboroto que te deja sin oído. Luego se echan algún trapo en la espalda, un yelmo de papel en la cabeza y cantan “aleluya” y “Ten piedad Señor, el cura es pescador” hasta que te echan de casa. Y todo esto dos o tres veces al día que en ocasiones te entran ganas de doblarlos a palos, si fueras a hacerles caso…
- Pero bueno, mujer, ya tienes tú fama de beata; por lo menos te hicieron los chicos iglesia aquí en el sitio, a tu gusto, aunque casi te entra la iglesia en casa de lo lejos que está… A partir de ahora, poneos a organizar veladas toda la noche y todas las travesuras que os dé la gana, chicos; eso si queréis que os dé vuestra madre todos los días sólo bollos untados con miel de los “Cuarenta Santos”[2] y gachas con nueces[3].
- Que luego, ¿te lo has pensado mucho, hombre? Ya me extrañaba a mí que por qué están tan tranquilitos, los pequeñines; que tú los mimas tanto y les consientes lo que sea. Míralos cómo están todos despiertos y observándonos como si quisieran pintarnos en un cuadro. Intenta levantarlos para algún trabajo y luego verás cuánto vacilan, se quejan y protestan, dijo mi madre. ¡Anda!, a dormir, chicos, que se os pasa la noche; ¡a vosotros qué os importa mientras tengáis comida delante de las narices!...
Y después de acostarnos todos, nosotros, los chicos, como los chicos, empezábamos a reñir y las risitas no nos dejaban dormir, hasta que mi pobre madre se veía obligada a darnos un coscorrón o dos en la cabeza y alguna que otra colleja en la espalda. Y mi padre, harto a veces de tanto alboroto, le decía a mi madre:
- ¡Eh, calla, calla! ¡Ya te vale, cotorra! ¡Que no serán viejas para que se duerman de pie!
Pero entonces mi madre nos daba algunas más de propina, aun más recias, diciendo:
- ¡Tomad que os sobre, descarados que sois! ¿Ni por la noche no me dejáis descansar con vuestras risotadas?
Sólo así podía librarse mi pobre madre de nuestra barrabasada, ¡pobres sean sus pecados! ¿Y luego pensáis que con eso se acababa todo? ¡Ni hablar! La mañana siguiente volvíamos a empezar; y otra vez cogía mi madre la pértiga del gancho, y otra vez nos medía las costillas, pero nosotros parecía que ni nos enteráramos… Como dicen: “Pelleja tiñosa y dura, ni muchos palos la curan”.
¡Y tantas cosas nos pasaban por la cabeza, y tantas cosas hacíamos y rehacíamos! Las recuerdo como si me pasaran ahora mismo.
¡A ver si ahora te sirve la cabeza para recordar todo igual que antes, hermano Ion!
Grupo de niños con zambomba y látigo
De Navidad, cuando mi padre mataba el cerdo y lo socarraba, y lo escaldaba y luego en seguida lo envolvía en paja para que sudara y que se raspara mejor, yo montaba encima del cerdo sobre la paja y montaba allí la fiesta, porque sabía que me iba a dar el rabo del gorrino para freírlo y la vejiga para llenarla de granos, hincharla y hacerla sonar cuando se haya secado; y luego, ¡lo que tenía que sufrir el oído de mi madre, hasta que me la estallaba contra la cabeza!
¡Pero que no pierda el hilo! Una vez, un día de San Basilio[4], quedamos algunos chicos del pueblo para ir con el aradillo; porque ya era yo mayorcito, por desgracia. Y en la víspera de San Basilio, me he pasado todo el día dándole la lata a mi padre para que me hiciera una zambomba o si no, por lo menos un látigo.
- ¡Dios mío que látigo te voy a dar! dijo mi padre después de un rato. ¿No tienes para comer en mi casa[5]? ¿Quieres que te revuelquen los gamberros en la nieve? ¡Ahora mismo te descalzo!
Cuando vi yo que me había pasado de la raya, me escabullí de casa llevando sólo la vejiga de cerdo, antes de que me quitara mi padre las botas y me quedara avergonzado delante de mis compañeros. Y no sé cómo pasó, que ninguno de los compañeros llevaba campana. Mi cencerro estaba en casa, pero ¿quién se atrevía a volver a por él? En fin, nos apañamos como podemos y juntamos una guadaña rota de aquí, una lavija de coyunda[6] de allá, más un pincho de anilla, más mi vejiga de cerdo, y después de las vísperas ya nos disponemos a andar de una casa a otra. Y empezamos por la casa del padre Oslobanu, justo en la punta alta del pueblo, pensando en recorrer todo el pueblo… El cura estaba fuera partiendo leña sobre un tarugo y cuando vio que nos colocábamos bajo la ventana y nos preparábamos a cantar, empezó a mandarnos unas hostias de las buenas diciendo:
- ¿Ni bien se han acostado las gallinas y vosotros ya habéis empezado? ¡Esperad un poco, granujas, que os daré lo merecido!
Entonces nosotros echamos a correr. Mas él ¡zas! un palo detrás de nosotros; porque era hombre huraño y gruñón el padre Oslobanu. Y por el susto nos volvimos corriendo casi medio pueblo, sin tener tiempo de gritarle al cura: “Alfombra de setas, hongos en los techos, y la casa llena de hijos malhechos”, como acostumbran a decir los labradores en las casas donde no los reciben.
- ¡Cura del diablo, forastero y ruin! decimos después de reunirnos todos nosotros en un sitio, helados de frío y asustados. Poco le faltó por magullarnos la espalda, ojalá le dieran el último paseo hasta la iglesia de San Demetrio bajo las murallas, donde dice misa; Pedro Botero mismo lo habrá aguijado a venir aquí y a levantarse la casa, el muy giboso, justo en nuestro pueblo. ¡Que si nuestros curas fueran así, Dios no lo quiera, jamás se zamparía uno nada de la iglesia!
Y antes de que acabásemos nosotros de zaherir al cura, ya había caído la noche cerrada.
- ¿Eh, qué hacemos ahora? Vamos a entrar aquí en esta casa, dijo Zaharia el de Gatlan, que se nos pasa el tiempo en mitad de la calle.
Y entramos donde Vasile el de Anita y nos colocamos bajo la ventana, según la costumbre. Mas parecía que el diablo mismo nos estaba liando: éste no hace sonar la guadaña porque tiene frío; al otro se le hielan las manos sobre la lavija; mi primo, Ion Mogorogea, con el pincho bajo el brazo, se buscaba excusas para no cantar, ¡que se me partía el alma de amargura!
- ¡Canta tú, Chiriac, le digo yo al de Goian; y nosotros vamos a silbar como la zambomba; y los otros que griten: ale, ale!
Y empezamos al momento. Pero, ¡sorpresa! En seguida sale la arpía de mujer de Vasile corriendo detrás de nosotros con el badil humeante, que justo estaba apañando la lumbre para meter los bollos al horno.
- ¡Ojalá os abrasara el fuego! dijo ella, enojada sobremanera; ¿pero qué se llama esto? ¡Vergüenza a quien os enseñó!...
Entonces nosotros, a correr chicos, más que cuando lo del padre Oslobanu… “Vaya faena otra vez, dijimos cuando llegamos al cruce de la carretera, cerca de la iglesia. Otra igual y nos echa la gente del pueblo, como a los gitanos. Vamos mejor a acostarnos.” Y después de prometernos, bajo juramento, a juntarnos otra vez el año que viene, nos separamos, helados de frío y muertos de hambre, y nos fuimos cada uno a casa de sus padres, donde mejor se está. Y así nos fue ese año la salida con el arado.



[1] El simandrón o semanterio (en rumano toaca) es un instrumento musical típico de la Iglesia ortodoxa, que consiste en una tabla de madera golpeada con unos martillos del mismo material; se usa antes de Semana Santa para recordar, con su sonido seco, el martirio de Cristo.
[2] Se trata de los cuarenta mártires de Sebaste; la Iglesia ortodoxa los conmemora el 9 de marzo, preparando en su honor un tipo de bollos con azúcar o miel llamados “mártires”. Es una fina alusión a la muerte.
[3] Otra vez Creanga utiliza la palabra coliva, gachas de granos de trigo que se suelen preparar para los funerales. Empleando esta palabra, el padre refuerza la alusión al castigo y a la muerte.
[4] San Basilio (en rumano Sfântul Vasile) se celebra el día 1 de enero; es costumbre que los niños vayan de casa en casa llevando un arado de juguete (el “aradillo”) y deseando buenas cosechas y prosperidad.
[5] Los niños solían ser recompensados con bollos y fruta.
[6] En rumano cârceie de tânjala, una pieza del arado romano.

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