II
No sé cómo serán
los demás, pero a mí todavía me da un vuelco el corazón cuando pienso en el
lugar que me vio nacer, en la casa de mis padres de Humulesti, en la chimenea
alta donde mi madre ataba un cordel acabado en flecos de lana con los que se
mataban los gatos jugando, en el poyete del horno de arcilla del que me
sujetaba cuando empecé a dar mis primeros pasos, en la cocina donde me metía
cuando los chicos jugábamos al escondite y a otros juegos y juguetes llenos del
encanto de la niñez. ¡Y, Dios mío, qué bonito era todo aquello, porque mis
padres y mis hermanos y hermanas estaban todos sanos, y en nuestra casa no
faltaba de nada, y los niños y las niñas de los vecinos nos divertíamos siempre
juntos, y todo iba a mi gusto, sin siquiera sombra de estorbo, como si todo el
mundo fuese mío!
Y yo estaba
alegre como el cielo despejado y travieso y aniñado como el viento en sus
remolinos.
Luego mi madre,
que era famosa por sus prodigios, me decía a veces con una sonrisa, cuando
empezaba a salir el sol de entre las nubes después de una larga lluvia: “Sal,
niño de pelo bermejo, sal fuera y ríele al sol, quizá se enderece el tiempo”, y
el tiempo se enderezaba según mi risa…
El sol mismo
sabía con quién se metía, porque yo era hijo de mi madre que de verdad sabía
hacer muchas y grandes maravillas: mandaba las nubes negras lejos de nuestro
pueblo y enviaba el granizo a otras partes, clavando el hacha en el suelo,
fuera, delante de la puerta; cuajaba el agua con sólo dos uñas de vaca, que se
santiguaba la gente de asombro; golpeaba el suelo, o la pared, o algún madero
con el que me había hecho daño en la cabeza, la mano o la pierna, diciendo: “¡Toma,
toma!, y enseguida se me pasaba el dolor… cuando retumbaba en la estufa la
brasa viva, que dicen que augura viento y mal tiempo, o cuando silbaba la
lumbre, de la que se dice que alguien está hablando mal de ti, mi madre la
regañaba allí mismo, en el hogar, y la batía con el pinche para aquietar al
enemigo; y más: con que sólo le pareciera algo rara mi catadura, en seguida recogía
con el dedo mojado un poco de polvo del talón de mis botas, o, más a menudo,
cogía hollín de la boca del horno, diciendo: “¡Igual que no se le pega el mal
de ojo al talón o a la boca del horno, que no se la pegue a mi hijito!” y luego
me dibujaba un signo holgado en la frente, ¡para que no le perezca la alhaja!...
y muchas otras como estas hacía…
Así era mi madre
en mi infancia, llena de maravillas, si no mal recuerdo; ¡y lo recuerdo bien,
porque sus brazos me acunaban mientras mamaba de su dulce teta y me acurrucaba
a su pecho balbuceando y mirándola a los ojos con amor! Y sangre de su sangre y
carne de su carne he tomado, y de ella he aprendido a hablar. Sola la sabiduría
es de Dios, cuando llega la hora de que uno comprenda el bien y el mal.
Pero el tiempo
pasaba con ensueños, y yo crecía sin darme cuenta, y nuevos pensamientos me
rondaban por la cabeza, y otros placeres se despertaban en mi corazón, y en vez
de sabiduría, me volvía más y más travieso, y mi anhelo era ahora infinito; ¡porque
el pensamiento es caprichoso y engañoso, y tu anhelo arrollador te lleva como
el viento y no te deja descansar hasta que llegues a la tumba!
¡Ay de aquel que
se pierde en pensamientos! ¡Mira cómo te lleva el agua al fondo y de la más
pura alegría caes de repente en la peor pesadumbre!
Mejor vamos a
hablar de la infancia, que ella sola es alegre e inocente. Y, en realidad, esta
es la verdad.
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