La Vieja del Bosque (o La Madre del Bosque) |
La luna había salido de entre las montañas y se reflejaba
en un lago grande y claro como el sereno del cielo. En su fondo, por lo claro
que era, se veía brillar una arena de oro; y en medio del lago, en una isla de
corindón, rodeado de un bosque verde y frondoso, se alzaba un regio palacio de
mármol como la leche, resplandeciente y blanco – tan resplandeciente que en sus
muros se reflectaban como en un espejo de plata: arboleda y prado, lago y
orillas. Un bote dorado dormía sobre las ondas claras del lago al lado de la
puerta; y en el aire puro del atardecer salían vibrando desde el palacio
sonidos magníficos y serenos. El Príncipe Encantador subió al bote y remando
llegó hasta las escaleras de mármol del palacio. Cuando entró, en las bóvedas
de las escaleras vio candelabros con centenares de brazos, y en cada brazo
ardía una estrella de fuego. Se adentró en el salón. El salón era alto,
sostenido por columnas y arcos, todos de oro, y en el medio había una gran mesa
cubierta de blanco, con platos labrados cada uno de una sola perla enorme; los nobles allí sentados en sillas de
terciopelo rojo vestían ropas doradas y eran hermosos como los días de juventud
y alegres como los bailes. Pero uno de ellos sobre todo, con la frente cercada
de oro y diamantes, con magnífico ropaje, era más hermoso que la luna en una
noche de verano. Sin embargo más hermoso era el Príncipe Encantador.
- ¡Sé bienvenido, Príncipe! dijo el emperador, había
oído hablar de ti, pero nunca te había visto.
- Bien hallado, emperador, aunque me temo que no nos
despediremos bien, porque he venido a luchar contigo por lo mucho que has
maquinado en contra de mi padre.
- Yo no he maquinado en contra de tu padre, sino
siempre en justo combate he luchado. Pero contigo no voy a luchar. Mejor que
nos canten los trovadores y que los coperos nos llenen las copas de vino y nosotros
que nos hermanemos de por vida.
Y se abrazaron los dos príncipes en los vítores de
los boyardos, y bebieron e hicieron consejo.
Le dijo el emperador al Príncipe Encantado:
- ¿A quién más temes tú en este mundo?
- A nadie en el mundo, salvo a Dios. ¿Y tú?
- Yo tampoco temo a nadie, salvo a Dios y a la vieja
del bosque, una arpía añosa y fea, que anda por mis tierras con la tormenta de
la mano. Por donde pasa ella, la faz de la tierra se seca, los pueblos se
desvanecen, las ciudades quedan en ruinas. La he perseguido yo para darle caza,
pero nada he conseguido. Y para no perder todo mi imperio fui obligado a cerrar
un acuerdo con ella y a darle como tributo a cada decimo hijo de mis súbditos.
Hoy mismo vendrá a cobrarse el tributo.
Cuando llegó la medianoche, las caras de los
comensales se entristecieron, porque cabalgando en la medianoche con alas de
viento, con cara arrugada como de roca hueca y surcada de arroyos, con un
bosque por pelo, bramaba a través del aire sombrío la loca vieja del bosque.
Sus ojos – dos noches turbias, su boca – un abismo abierto, sus dientes – filas
de piedras de molino.
Como se acercaba rugiendo, el Príncipe Encantado la
cogió por la cintura y la pegó con todas sus fuerzas contra un gran cuenco de
piedra; sobre el cuenco arrojó una peña que luego sujetó por todas partes con siete
cadenas de hierro. La vieja chillaba dentro y se sacudía como un viento
encerrado – pero de nada le servía.
Volvió al banquete; cuando, por las bóvedas de las
ventanas vieron, bajo la luz de la luna, dos cerros alargados de agua. ¿Qué
podía ser? La vieja del bosque, sin poder salir del cuenco, cruzaba las aguas llevándose
el cuenco y surcaba la faz del lago en dos cerros. Y siguió corriendo, peñasco
endiablado, abriéndose camino a través de bosques, surcando la tierra a lo
largo, hasta que se perdió en el horizonte nocturno.
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