La tradición del "aradillo" |
Qué le importa
al niño cuando la madre y el padre piensan en los aprietos de la vida, en qué
podría traer el día de mañana, o cuando los atormentan otros pensamientos
llenos de amargura. El niño, montado en su palo, se piensa estar montando un
caballo de los más espléndidos, que lo lleva corriendo alegre, y al que azuza
con el látigo, y maneja las riendas como si fuera de verdad, y le grita a todo
pulmón que te deja sordo; y si se cae, dice que lo ha tirado el caballo, luego en
el palo se descarga la furia hecha y derecha…
Así era yo mismo
a esa feliz edad, así creo que han sido todos los niños, desde el principio del
mundo, digan lo que digan.
Cuando mi madre
ya no podía más de lo cansada que estaba y se echaba un rato a descansar por la
tarde, justo en ese momento nosotros, los chicos, poníamos la casa patas
arriba. Cuando volvía mi padre por la noche del bosque de Dumesnicu, helado de
frío y cubierto de escarcha, nosotros lo asustábamos saltándole a la espalda en
la oscuridad. Y él, aunque fuese muy cansado, nos cogía uno a uno como jugando
a pillapilla, nos aupaba hasta el techo diciendo “¡Upa, upa!” y siempre nos
besaba a cada uno. Luego después de encender el quinqué, cuando mi padre se
disponía a cenar, nosotros sacábamos los gatos de sus nichos y de sus rincones
y los desgreñábamos y los regañábamos delante de él todo lo que podíamos, que
no conseguían escapar de nuestras manos hasta que no nos arañaban y nos
escupían.
Secuencia de la película "Recuerdos de la infancia" |
- ¡Y tú los
sigues aguantando, hombre!, decía mi madre, ¡y los sigues mimando! ¿Verdad?...
¡Ay va! ¡os han dado lo merecido, granujas sinvergüenzas que sois! que ningún
animal puede cobijarse en esta casa por vuestra culpa… ¡Mira, si hoy no os he zurrado,
dais el ataque entre esos gatos y os pasáis de la raya. ¡Anda! ¡Cuidado con
propasarse! ¡En seguida descuelgo la vara de la viga y os corro a hostias hasta
que os canséis!
- Déjalos ya,
mujer, déjalos, que se alegran de verme, decía mi padre mientras nos acunaba.
¿Qué saben ellos? Leña hay en el bosque, tocino y harina no faltan en la
cámara; queso en la cuba, tampoco; repollo en el barril hay, ¡gracias a Dios!
Que tengan ellos salud para comer y jugar ahora, mientras sean pequeñines;
porque ya se les pasará la travesura cuando se hagan mayores y los colmarán los
desvelos; no te preocupes, que de esto no se van a librar. Y luego, ya sabes lo
que dicen: “Si es niño, que juegue; si es caballo, que tire; y si es cura, que
lea…”
- A ti, hombre,
dijo mi madre, qué te cuesta hablar, que no estas con ellos en casa todo el
día, y no te sacan de quicio, ¡ojalá se los tragara la tierra, Dios me perdone!
¡Si viniera el verano de una vez, para que salgan a jugar fuera, que estoy
harta de ellos hasta las narices! Cuantas diabluras les pasan por la cabeza,
todas las hacen. ¡Cuando empieza a sonar el simandrón[1] en la
iglesia, tu Zahei el muy sabio corre él también fuera y empieza a golpear los
cercos del telar, que crujen las paredes de la casa y tiemblan las ventanas!
Mas el endiablado de Ion, con el cencerro de las ovejas, la tenaza y el pincho,
monta un griterío y un alboroto que te deja sin oído. Luego se echan algún
trapo en la espalda, un yelmo de papel en la cabeza y cantan “aleluya” y “Ten
piedad Señor, el cura es pescador” hasta que te echan de casa. Y todo esto dos
o tres veces al día que en ocasiones te entran ganas de doblarlos a palos, si
fueras a hacerles caso…
- Pero bueno,
mujer, ya tienes tú fama de beata; por lo menos te hicieron los chicos iglesia
aquí en el sitio, a tu gusto, aunque casi te entra la iglesia en casa de lo
lejos que está… A partir de ahora, poneos a organizar veladas toda la noche y todas
las travesuras que os dé la gana, chicos; eso si queréis que os dé vuestra
madre todos los días sólo bollos untados con miel de los “Cuarenta Santos”[2] y gachas
con nueces[3].
- Que luego, ¿te
lo has pensado mucho, hombre? Ya me extrañaba a mí que por qué están tan
tranquilitos, los pequeñines; que tú los mimas tanto y les consientes lo que
sea. Míralos cómo están todos despiertos y observándonos como si quisieran pintarnos
en un cuadro. Intenta levantarlos para algún trabajo y luego verás cuánto
vacilan, se quejan y protestan, dijo mi madre. ¡Anda!, a dormir, chicos, que se
os pasa la noche; ¡a vosotros qué os importa mientras tengáis comida delante de
las narices!...
Y después de
acostarnos todos, nosotros, los chicos, como los chicos, empezábamos a reñir y
las risitas no nos dejaban dormir, hasta que mi pobre madre se veía obligada a darnos
un coscorrón o dos en la cabeza y alguna que otra colleja en la espalda. Y mi
padre, harto a veces de tanto alboroto, le decía a mi madre:
- ¡Eh, calla,
calla! ¡Ya te vale, cotorra! ¡Que no serán viejas para que se duerman de pie!
Pero entonces mi
madre nos daba algunas más de propina, aun más recias, diciendo:
- ¡Tomad que os
sobre, descarados que sois! ¿Ni por la noche no me dejáis descansar con
vuestras risotadas?
Sólo así podía
librarse mi pobre madre de nuestra barrabasada, ¡pobres sean sus pecados! ¿Y
luego pensáis que con eso se acababa todo? ¡Ni hablar! La mañana siguiente
volvíamos a empezar; y otra vez cogía mi madre la pértiga del gancho, y otra
vez nos medía las costillas, pero nosotros parecía que ni nos enteráramos… Como
dicen: “Pelleja tiñosa y dura, ni muchos palos la curan”.
¡Y tantas cosas
nos pasaban por la cabeza, y tantas cosas hacíamos y rehacíamos! Las recuerdo
como si me pasaran ahora mismo.
¡A ver si ahora te
sirve la cabeza para recordar todo igual que antes, hermano Ion!
Grupo de niños con zambomba y látigo |
De Navidad,
cuando mi padre mataba el cerdo y lo socarraba, y lo escaldaba y luego en
seguida lo envolvía en paja para que sudara y que se raspara mejor, yo montaba
encima del cerdo sobre la paja y montaba allí la fiesta, porque sabía que me
iba a dar el rabo del gorrino para freírlo y la vejiga para llenarla de granos,
hincharla y hacerla sonar cuando se haya secado; y luego, ¡lo que tenía que
sufrir el oído de mi madre, hasta que me la estallaba contra la cabeza!
¡Pero que no
pierda el hilo! Una vez, un día de San Basilio[4], quedamos
algunos chicos del pueblo para ir con el aradillo; porque ya era yo mayorcito,
por desgracia. Y en la víspera de San Basilio, me he pasado todo el día dándole
la lata a mi padre para que me hiciera una zambomba o si no, por lo menos un
látigo.
- ¡Dios mío que
látigo te voy a dar! dijo mi padre después de un rato. ¿No tienes para comer en
mi casa[5]?
¿Quieres que te revuelquen los gamberros en la nieve? ¡Ahora mismo te descalzo!
Cuando vi yo que
me había pasado de la raya, me escabullí de casa llevando sólo la vejiga de
cerdo, antes de que me quitara mi padre las botas y me quedara avergonzado
delante de mis compañeros. Y no sé cómo pasó, que ninguno de los compañeros
llevaba campana. Mi cencerro estaba en casa, pero ¿quién se atrevía a volver a
por él? En fin, nos apañamos como podemos y juntamos una guadaña rota de aquí, una
lavija de coyunda[6]
de allá, más un pincho de anilla, más mi vejiga de cerdo, y después de las
vísperas ya nos disponemos a andar de una casa a otra. Y empezamos por la casa
del padre Oslobanu, justo en la punta alta del pueblo, pensando en recorrer
todo el pueblo… El cura estaba fuera partiendo leña sobre un tarugo y cuando
vio que nos colocábamos bajo la ventana y nos preparábamos a cantar, empezó a
mandarnos unas hostias de las buenas diciendo:
- ¿Ni bien se
han acostado las gallinas y vosotros ya habéis empezado? ¡Esperad un poco,
granujas, que os daré lo merecido!
Entonces
nosotros echamos a correr. Mas él ¡zas! un palo detrás de nosotros; porque era
hombre huraño y gruñón el padre Oslobanu. Y por el susto nos volvimos corriendo
casi medio pueblo, sin tener tiempo de gritarle al cura: “Alfombra de setas, hongos
en los techos, y la casa llena de hijos malhechos”, como acostumbran a decir los
labradores en las casas donde no los reciben.
- ¡Cura del
diablo, forastero y ruin! decimos después de reunirnos todos nosotros en un
sitio, helados de frío y asustados. Poco le faltó por magullarnos la espalda,
ojalá le dieran el último paseo hasta la iglesia de San Demetrio bajo las
murallas, donde dice misa; Pedro Botero mismo lo habrá aguijado a venir aquí y
a levantarse la casa, el muy giboso, justo en nuestro pueblo. ¡Que si nuestros
curas fueran así, Dios no lo quiera, jamás se zamparía uno nada de la iglesia!
Y antes de que
acabásemos nosotros de zaherir al cura, ya había caído la noche cerrada.
- ¿Eh, qué
hacemos ahora? Vamos a entrar aquí en esta casa, dijo Zaharia el de Gatlan, que
se nos pasa el tiempo en mitad de la calle.
Y entramos donde
Vasile el de Anita y nos colocamos bajo la ventana, según la costumbre. Mas
parecía que el diablo mismo nos estaba liando: éste no hace sonar la guadaña
porque tiene frío; al otro se le hielan las manos sobre la lavija; mi primo,
Ion Mogorogea, con el pincho bajo el brazo, se buscaba excusas para no cantar,
¡que se me partía el alma de amargura!
- ¡Canta tú,
Chiriac, le digo yo al de Goian; y nosotros vamos a silbar como la zambomba; y
los otros que griten: ale, ale!
Y empezamos al
momento. Pero, ¡sorpresa! En seguida sale la arpía de mujer de Vasile corriendo
detrás de nosotros con el badil humeante, que justo estaba apañando la lumbre
para meter los bollos al horno.
- ¡Ojalá os
abrasara el fuego! dijo ella, enojada sobremanera; ¿pero qué se llama esto? ¡Vergüenza
a quien os enseñó!...
Entonces nosotros,
a correr chicos, más que cuando lo del padre Oslobanu… “Vaya faena otra vez, dijimos
cuando llegamos al cruce de la carretera, cerca de la iglesia. Otra igual y nos
echa la gente del pueblo, como a los gitanos. Vamos mejor a acostarnos.” Y después
de prometernos, bajo juramento, a juntarnos otra vez el año que viene, nos separamos,
helados de frío y muertos de hambre, y nos fuimos cada uno a casa de sus padres,
donde mejor se está. Y así nos fue ese año la salida con el arado.
[1]
El simandrón o semanterio (en rumano toaca)
es un instrumento musical típico de la Iglesia ortodoxa, que consiste en una
tabla de madera golpeada con unos martillos del mismo material; se usa antes de
Semana Santa para recordar, con su sonido seco, el martirio de Cristo.
[2]
Se trata de los cuarenta mártires de Sebaste; la Iglesia ortodoxa los conmemora
el 9 de marzo, preparando en su honor un tipo de bollos con azúcar o miel
llamados “mártires”. Es una fina alusión a la muerte.
[3]
Otra vez Creanga utiliza la palabra coliva,
gachas de granos de trigo que se suelen preparar para los funerales. Empleando
esta palabra, el padre refuerza la alusión al castigo y a la muerte.
[4]
San Basilio (en rumano Sfântul Vasile)
se celebra el día 1 de enero; es costumbre que los niños vayan de casa en casa
llevando un arado de juguete (el “aradillo”) y deseando buenas cosechas y
prosperidad.
[5]
Los niños solían ser recompensados con bollos y fruta.
[6]
En rumano cârceie de tânjala, una
pieza del arado romano.