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Mihai Eminescu (1850-1889) |
En tiempos pasados, cuando la gente, tal como es hoy
día, sólo existía en las semillas del futuro, cuando Dios pisaba todavía con
sus pies los páramos rocosos de la tierra, - había en estos viejos tiempos un
emperador sombrío y ensimismado como el septentrión y tenía una emperatriz
joven y sonriente como la luz del mediodía.
El emperador llevaba ya cincuenta años en guerra con
un vecino suyo. Había muerto el vecino y les había dejado en herencia a sus
hijos y a sus nietos el odio y la
sangrienta riña. Cincuenta años, y el emperador seguía viviendo solo, como un
león envejecido, debilitado por las luchas y las penas - el emperador que nunca
en su vida había reído, que no sonreía ni ante el canto inocente del niño, ni
ante la sonrisa llena de amor de su joven esposa, ni ante las historias viejas
y chistosas de los soldados encanecidos en batallas y necesidades. Se sentía
débil, se sentía muriendo y no tenía a nadie a quien dejar la herencia de su
odio. Triste se levantaba de su cama imperial, de al lado de la joven
emperatriz – cama dorada, pero yerma y maldecida –, triste iba a la guerra con
el corazón desconsolado, y la emperatriz, quedando sola, lloraba con lágrimas
de viuda su soledad. Su pelo rubio como el oro más bello le caía sobre los
pechos blancos y redondos – y de sus grandes ojos azules brotaban ríos de
perlas líquidas sobre su cara más blanca que la plata de la flor de lis. Largas
ojeras moradas se le dibujaban alrededor
de los ojos y venas azuladas se perfilaban en su cara blanca como un mármol vivo.
Levantándose de su cama, ella se dejó caer en los
peldaños de piedra de una bóveda donde vigilaba, encima de una candela
humeante, el icono revestido de plata de la madre de los dolores. Conmovida por
las plegarias de la emperatriz arrodillada, los párpados del frío icono se
humedecieron y una lágrima brotó del negro ojo de la madre de Dios. La
emperatriz se levantó en todo su majestuoso porte, tocó la fría lágrima con sus
labios secos y la sorbió hasta el fondo de su alma. A partir de ese mismo
instante ella quedó encinta.
Pasó un mes, pasaron dos, pasaron nueve y la
emperatriz dio a luz a un niño más blanco que la flor de la leche, con pelo
rubio como los rayos de luna. El emperador sonrió, el sol sonrió también desde
su imperio de fuego, e incluso se paró, así que durante tres días no hubo
noche, mas sólo resplandor y alegría – el vino manaba de toneles abiertos y los
clamores tocaban la bóveda del cielo.
Y le puso nombre su madre: Príncipe de la lágrima.
Y creció y se hizo alto como los abetos del bosque.
En un mes crecía lo que otros en un año.
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